La última película de Tom Cruise, Top Gun: Maverick, da nueva forma a un mito habitual del cine contemporáneo: el del héroe que se resiste a ser superado por la tecnología, y, en el transcurso de su resistencia, logra vencerla. Esta narrativa recorre también las últimas entregas de la franquicia 007, los largometrajes Watchmen o la trilogía de Matrix, o el anime Ataque de los Titanes: en todos estos casos, unos supersoldados envejecidos ven cómo no sólo ellos, sino su estirpe entera, va volviéndose irrelevante por culpa de una industria bélica cuya tecnología no cesa de progresar y pronto les volverá obsoletos. Mediante tramas de acción más o menos típicas, estas obras plantean algunas de las preguntas acuciantes del momento: ¿Qué será de la humanidad cuando las máquinas puedan hacer todo lo que hacemos, pero mejor? ¿Podrán las máquinas sustituir incluso a aquellos más extraordinarios entre nosotros, los que parecen llevar más al límite los atributos que nos constituyen como humanos? ¿Y si es así, que es aquello que nos hace humanos?

Top Gun: Maverick comienza con la puesta a punto del último vehículo/arma del ejército, la joya de la corona de la investigación militar americana: se estrena un nuevo caza, un modelo que ha de ir diez veces más rápido que la velocidad del sonido (MACH 10), aunque para ello aún requiere un humano capaz de llevarlo al límite de su capacidad. La técnica ha alcanzado cumbres impresionantes, pero aún no es plenamente autónoma: el ejército estadounidense se ve obligado a llamar al capitán Maverick (Tom Cruise), el mejor piloto disponible, para que ponga el avión a prueba.

Maverick (el nombre significa “independiente”, “poco ortodoxo”), quien ya en la primera parte de la saga Top Gun se caracterizaba por su insumisión a la autoridad, hace exactamente lo que los oficiales temen: no se detiene al alcanzar la velocidad de MACH 10, sino que pone el avión a once veces la barrera del sonido, forzando tanto la marcha que termina por romper la valiosa máquina, cuya resistencia demuestra ser insuficiente para la insaciabilidad humana del piloto.

En la siguiente escena, el capitán Maverick es llevado ante el general al mando de la operación, quien le propina la habitual reprimenda por insubordinación, en un cuadro tan típico y previsible como el resto de la película. Pero, por una vez, el general agrega a su tradicional rapapolvo una observación sobre el progreso militar y el papel de los humanos en las guerras del futuro. “Los vuestros os dirigís hacia la extinción”, dice, refiriéndose a los pilotos de élite como Maverick, los cuales, se entiende, son presuntamente susceptibles de ser sustituidos por drones o inteligencias artificiales, que pilotarán los aviones del futuro. Maverick, sonriendo (como si representase la infatigable sonrisa americana, todo el optimismo de una nación condensado en la boca de Tom Cruise), le responde: “Tal vez, señor, pero no hoy”.

La respuesta no está desprovista de interés, y cuenta con cierta fuerza estética conferida por su fatalismo y la resignación implícita (“ese día llegará, pero me quedan unos pocos minutos de gloria, contempla la intensidad de mi llama antes de que me extinga”). A priori también es verdad, al menos en lo relativo al contexto tecnológico actual. Las armas a las que el general se refiere aún no han llegado: la inteligencia artificial lleva ya muchos años siendo profetizada, pero de momento sólo se ha manifestado de forma más o menos rudimentaria (aunque ciertas propuestas que se popularizaron en 2022, como ChatGPT o Dalle-E, cada vez ponen más en duda esa “rudimentariedad”). Además, la vaguedad de dicha respuesta permite e incluso anima un rango de interpretaciones más amplio: Maverick no sólo se refiere a los pilotos en particular, sino a todo aquello amenazado por el avance de la técnica: el cine tradicional (ambas ediciones de Top Gun fueron grabadas con aviones reales, a cielo abierto, y Tom Cruise es conocido por rodar sus propias escenas de acción), el papel del artista o director, tantos puestos laborales o la propia supremacía del animal humano en la tierra. Quizás todo esto quedará obsoleto pronto, pero no hoy.

Muchos críticos han señalado que el resto del film, en el que un pequeño grupo de soldados entrenados en una escuela de élite se enfrenta a un sistema de defensa informatizado, es una alegoría del conflicto entre el hombre y la tecnología; los norteamericanos, por primera vez equipados con aviones inferiores, deben destruir una base militar enemiga (el enemigo permanece anónimo, sugiriendo que el verdadero rival no es una nación extranjera, sino la tecnología), enfrentándose a unos pilotos que, aparte de poseer mejor armamento, son la personificación del hombre-máquina: no hablan, si sienten no se sabe, sólo cumplen órdenes: son el puro “malo”. Durante el adiestramiento, Maverick se da cuenta de que un entrenamiento habitual no logrará preparar a sus cadetes para el reto que les espera. Al fin y al cabo, los cadetes son impecables en su trabajo, los mejores en las fuerzas aéreas estadounidenses: lo que les hace falta no son más conocimientos o técnicas de combate (una máquina puede fácilmente replicar todas esas condiciones), sino motivación, sincronía y fraternidad humana. Más que enseñarles a volar, Mavercik les enseña lo que es el valor, el espíritu de equipo, el heroísmo: todo aquello que la máquina no comprenderá jamás. Al final, contra todas las proyecciones estadísticas (el lenguaje de las máquinas), Maverick y sus cadetes consiguen derrotar al enemigo gracias a su valor y su espíritu de equipo, transmitiendo así el mensaje central de esta oda de 170 millones de dólares a la resiliencia de nuestra especie: el “factor humano” es más incomprensible, irreductible y poderoso de lo que los científicos, los técnicos y los generales del mundo creen.

A pesar de que, en general, la crítica ha celebrado el tratamiento del conflicto humanidad/tecnología que ofrece Top Gun: Maverick (algunos dicen que eso le ha merecido la nominación al Oscar por mejor película), uno se pregunta si la respuesta que nos da el director Joseph Kosinski no resulta un poco anacrónica. En tanto que avanza el progreso técnico y científico, va quedando claro que las narrativas que nos presentan en posesión de unos atributos únicos que nos constituyen como humanos son poco más que tópicos diseñados para hacernos sentir especiales o únicos. A raíz de ello, el debate de qué nos hace ser humanoses fuente constante de películas y novelas contemporáneas (véanse las obras mencionadas al principio del artículo o las narraciones de Kazuo Ishiguro o Ian McEwan al respecto).

¿Y cómo de acertadas son estas representaciones? Una de las opciones más frecuentadas consiste en señalar al arte como fuente de nuestra supuesta humanidad, y sin embargo ya hace varios años que sabemos de robots capaces de producir música y pintura virtualmente indistinguibles de obras de grandes artistas. Otras, en la línea de Top Gun: Maverick, proponen que aquello que nos hace ser humanos son emociones como la empatía, el altruismo o el coraje; pero los últimos estudios sugieren que estos sentimientos también están presentes en el mundo animal. A medida que uno se pone a investigar, la lista de opciones de aquello que nos hace únicos se hace más y más corta. El toque definitivo lo da la inteligencia artificial, que cada vez da más pruebas de ser capaz de igualar o superar a la humanidad en tareas que requieren altas capacidades intelectuales, como crear obras de arte, diagnosticar enfermedades o tomar decisiones financieras.

Una película no ha de ser realista ni constreñir su mundo a la cosmovisión de la ciencia, pero dadas la disparidad entre lo que sabemos y las ficciones que nos ofrece Hollywood, el argumento del valor, la fraternidad y la creatividad como aquello que nos hace humanos y superiores a la técnica parece cada vez más un tópico sentimental y menos una propuesta creativa. Puestos a tratar el tema de aquello que nos hace ser humanos, Top Gun: Maverick podría haber optado por centrarse en uno de los atributos que aún quedan en la lista de lo que nos hace únicos como especie: nuestra capacidad para la autodestrucción, tanto a nivel individual como colectivo. Esta habilidad para tomar malas decisiones, incluso conociendo que las consecuencias acarrearán daños y perjuicios propios, parece ser de las pocas cosas que filósofos y científicos aún no han descartado como aquello digno de llamarse “el factor humano”.

Para ser justos, esto ya está presente en la película. Como decía antes, en la escena inicial, Maverick, a sabiendas de que poner el avión por encima de MACH 10 puede resultar en su propia muerte, la destrucción del superavión y la inhabilitación militar de sus compañeros, lo hace igualmente, en pos de la épica de ir un poco más lejos. Tal vez también esto sea una alegoría de la relación entre ser humano y máquina. A pesar de saber que el progreso técnico puede resultar en nuestra propia destrucción, marginalización o irrelevancia, lo hacemos igualmente. No es un mal tema.