Hablamos constantemente de la inteligencia, ¿pero alguien sabe lo que es? ¿Se tratará de algo que siempre estuvo ahí de forma latente, esperando a que la descubriesen los científicos, psicólogos o filósofos? ¿Acaso se la tuvo que “crear”? ¿No fue una mutación artificial? ¿No se tuvieron que agrupar unos cuantos afectos, sensaciones y percepciones nada inteligentes para producirla, para poder nombrarla y decir: esto es la inteligencia? Y, sobre todo, ¿no se necesitaron excluir muchos afectos, muchas percepciones y sensaciones, así como decir numerosos noes y dejar en la intemperie tantas otras posibilidades?

Y sin embargo, aquello que en rigor no era nada, que fue creado con técnicas prehistóricas y muy rudimentarias, sin más recursos que unos pocos impulsos y un nombre que servía para fijarlos, para atarlos y evitar que escapasen, es en la época de la inteligencia artificial un sinónimo del pensamiento, de toda las posibilidades de la mente humana. Uno se pregunta qué ha tenido que suceder entre medio, qué ha ocurrido para que algo que debió de empezar siendo una mera habilidad se lograse expandir tanto para sustituir el propio pensamiento. Sería tentador pensar en la naturaleza humana, en una especie de evolución natural de facultades ya latentes, incluso se podría querer hablar de progreso, pero ¿acaso no se percibe aquí algo mucho más turbio y más violento, no se intuye una conquista?

Propongamos una historia… Hay que empezar imaginando que hubo sangredesde el inicio; que sólo para crear el concepto de inteligencia se debieron disciplinar y someter muchas percepciones y afectos, así como excluir y exterminar las muchas sensaciones indeseadas, diferentes, “exóticas”; digamos que debió de haber mucha guerra para que aquello que antes era una multiplicidad de impulsos, percepciones y afectos terminase por llevar el nombre de una única dueña. Esto también quiere decir que la inteligencia pudo haber sido muchas otras cosas, si tan sólo se hubiesen escogido otros aliados o no se le hubiese declarado la guerra a ciertos enemigos. Pero se escogió un camino y esa elección no pudo responder a un simple capricho, debió de ser una necesidad: la inteligencia tuvo que ser percibida como algo necesario para el poder, es decir, para los que tenían el derecho de hacer las guerras; se entendió que era una habilidad que servía para dominar, y entre otras cosas para dominar el fuego y los metales, ya desde el inicio se debió intuir su faceta de máquina…

Pasaron muchos años; primero se olvidó el cómo de su invención y luego se olvidó hasta que había sido inventada, de tal modo que aquello que había sido creado comenzó a adquirir el color de la eternidad, como si siempre hubiese estado ahí. De pronto parecía que era natural, que la inteligencia era lo que era y nada más; todas aquellas otras posibilidades originales fueron definitivamente borradas y lo que había empezado siendo una habilidad se convirtió en una facultad, en una parte de la naturaleza humana. Así pues, durante mucho tiempo la inteligencia se comprendió como una más de las facultades del pensamiento, que a su vez también habían sido “creadas”, como es el caso de la intuición, el genio, el juicio, o la estupidez; cada una controlaba su pequeño feudo y se mantenían en un equilibrio relativo. En aquella época se necesitaba una cierta cantidad de inteligencia pero no en exceso, había otras cualidades importantes en medidas similares; se debía saber ser valeroso, cortés, astuto, o ecuánime, e igualmente había que saber evitar ser demasiado inteligente.

Pero las necesidades del poder cambian; pasan los siglos y comienzan a aparecer la industria, las máquinas, la estrategia militar, las armas de fuego, hasta que se hace evidente que la inteligencia resulta más necesaria que las otras facultades para gobernar; es entonces cuando se la vuelve a llamar a la guerra, aunque esta vez el objetivo es mucho mayor: ya no es preciso adueñarse de unas cuantas percepciones y afectos, sino que se trata de disciplinar y someter a las otras facultades, así como excluir a aquellas que se han vuelto inútiles o indeseables. Podría decirse que esto sucede al mismo tiempo que el “otro” imperialismo, que aparece conjuntamente al expansionismo europeo y por tanto al capitalismo moderno. Y acaso habría que plantearse si ambos imperialismos no han sido en gran medida consecuencias de esta invención tan inteligente, demasiado inteligente, llamada capitalismo industrial. Al fin y al cabo el mercado siempre ha necesitado a gente capaz de maquinar, calcular y negociar bien, y aunque al principio ser mercader consistía, entre otras cosas, en persuadir y seducir, en cuanto el capitalismo se vuelve industrial se vuelve también implacable, es decir, pierde su elemento teatral, la bufonería ambulante del mercader. Desde entonces hay que ser de hierro para estar al mando de tanto hierro, se necesita mucha dureza para estar siempre dispuesto a conquistar nuevos mercados, territorios, nuevos beneficios. Para cuando se establece el capitalismo moderno, los números son ya todo lo que cuenta y lo que queda de la antigua seducción es adquirida por la férrea inteligencia; el creativo publicitario no es más que la nostalgia del nuevo magnate por el antiguo mercader, el bufón de corte que necesita para llevar a cabo su diplomacia, o más concretamente, para poder llamar a su guerra “diplomacia”.

A partir de ese momento comienza la carrera enfebrecida por el oro. Todos los estados quieren su trozo del pastel, y para ello todos necesitan volverse más imperialistas. La intuición, el genio, el juicio, el ingenio: todos deben aprender a ser más inteligentes. La inteligencia avanza sin que nadie pueda detenerla; es la única capaz de liderar la conquista de nuevos territorios, pues las otras facultades son demasiado blandas, se diría que no saben maquinar. Hay que adiestrar y endurecer mucho al ser humano para acostumbrarlo al clima exuberante de los conquistadores, así como para permitirle sobreponerse a las tribus irracionales. Aquí también se hacen nuevos amigos y se excluyen otras posibilidades –así como se crea, también se redefine el concepto de inteligencia–, se forjan alianzas cada vez más fuertes con la lógica, la ciencia y la razón, y dirigen los cañones en contra de antiguos aliados sin compasión: hay que atacar a la imaginación, la sensibilidad y las emociones y no titubear.

Para cuando ha terminado la primera fase de la guerra, los invasores deciden quedarse e instalar sus casas en el territorio conquistado; comienzan así a naturalizarse, hasta que al cabo de unas pocas generaciones parece como si hubiesen estado ahí desde siempre: la relación se ha invertido y los que eran naturales son ahora los artificiales, los exóticos. La imaginación, la sensibilidad o las emociones de pronto son algo afectado, artístico, femenino, no constituyen estrictamente pensamiento; están fuera del imperio y por tanto del poder; sólo se las acepta en cuanto entretienen y seducen, se las deja hacer sus bufonadas, se les permite ser interesantes o espirituales, pero poco más. Por último, veremos que a pesar de las revueltas indígenas no hay verdadera descolonización; las tropas se retiran pero dejan a los políticos, las élites, las leyes y el mercado; se vuelve a las emociones pero ahora hablando de inteligencia emocional: el imperio se ha hecho invisible, natural, es decir, ha triunfado.

Detengámonos para valorar un ejemplo; hay un pasaje muy especial en la Autobiografía de Charles Darwin (1887), cuando éste reflexiona acerca de cómo cambió su psique debido a la práctica prolongada del método científico. “Mi mente parece haberse convertido en una especie de máquina capaz de extraer leyes generales de grandes bases de datos, pero no puedo concebir por qué esto ha causado la atrofia de aquella parte del cerebro de la cual dependen los gustos más elevados.” A continuación, Darwin describe cómo ha perdido la capacidad que tenía de joven para disfrutar intensamente de sus poetas preferidos, como Byron y Wordsworth; en cierto modo es entrañable ver el lado romántico de ese científico tan puro, que sublima su dimensión emocional perdida hasta llevarla al exotismo, aquel estar más conectado con las cosas “elevadas y superiores”; es casi como ver a un colono nostálgico que, sólo cuando ya ha eliminado a todos los indígenas, a todas aquellas cosas que le molestaban y le impedían hacer su trabajo, solo cuando ya está cansado de tanto trabajar, cuando es demasiado viejo y su trabajo le asquea, sueña con la vida natural, incivilizada, como los industriales jubilados que, sabiendo que pertenecen a la ciudad, se consuelan haciendo planes para irse al campo.

Bien, cabe preguntarse cuántas capacidades hemos perdido nosotros, que llegamos bastante más tarde que Darwin y que acaso nos podríamos considerar más inteligentes que él. Habría que preguntarse cuántas especies del pensamiento hemos extinguido desde entonces, y cuántas artes se nos han vuelto intolerables, igual que Byron y Wordsworth para Darwin. Es muy posible que seamos demasiado inteligentes para ciertas cosas, que ya sólo las podamos disfrutar irónicamente, como algo exótico e inútil, por mucho que nos guste calificarlo de espiritual o elevado. Ya se sabe de qué hablo… En cualquier caso, la inteligencia artificial interviene en esta historia de forma decisiva, particularmente en cuanto aspira a construir un pensamiento digital a imagen y semejanza de la inteligencia, y sobre todo, de una definición de inteligencia muy particular. Quizás, más que de inteligencia artificial deberíamos hablar de inteligencia imperial, la máxima forma del absolutismo del intelecto conocida; tal vez esta sea la mayor de las sustituciones provocadas por la informática, mucho más allá de los puestos de trabajo: la sustitución del pensamiento no solamente por la inteligencia, sino por una de sus versiones más estrechas, concebida según los parámetros y necesidades de las multinacionales californianas. No se trata, en fin, de que la inteligencia sea algo esencialmente nocivo, aunque dado que en el léxico de la biología se la conoce como una mutación letal sería tentador catalogarla así; pero digamos de momento que las habilidades letales también tienen su espacio, su utilidad, es importante cultivarlas para cuando hay que ir a la guerra; el problema está más bien en que se la tenga como la única posibilidad del pensamiento; y sobre todo, que la capacidad de definirla esté actualmente en las manos de las compañías más poderosas del mundo.

No estaría de más plantearse –dada la alta probabilidad de que suceda– qué hacer si el imperialismo de la inteligencia, ahora comandado por los monopolios tecnológicos, prospera, redefiniendo y limitando cada vez más el concepto de inteligencia, progresivamente exterminando posibilidades del pensamiento aún latentes. Todo el mundo recuerda al dodo, el ave de la isla Mauricio que se extinguió debido a la caza de los colonos europeos y las especies no autóctonas que estos trajeron. Recientemente se reveló la existencia de un proyecto científico para resucitarlo, liderado por una profesora de ecología y biología evolutiva de la Universidad de California, quien a partir de unos restos de un ejemplar de dodo planea volver a traer a la vida al ave que desapareció en el siglo XVII. Si esto es posible, ¿no podríamos plantear también una ecología del pensamiento, que se dedicase a conservar a las especies que la inteligencia amenaza, así como a revivir a algunas ya extintas? Y aún más, ¿podría esta disciplina replantear y redefinir el concepto de inteligencia más allá de las conceptualizaciones dominantes? ¿Qué podría lograrse?