Comienza a ser difícil encontrar a alguien que se tome en serio el amor de Penélope, esperando a su marido durante veinte años en una isla plagada de pretendientes. O a Otelo consumido de celos por Desdémona. Mucho menos a nadie que se tome en serio los delirios de los poetas románticos y sus promesas de amor y pasión eterna. El amor contemporáneo hace tiempo que no aspira a tales cumbres de emoción, y acaso se define en contra de ellas; hoy en día parecería de mal gusto ver una película o leer una novela llena de las explosiones de sentimiento que uno encuentra tan frecuentemente en las obras de ficción del siglo XIX, pero también en Shakespeare y la tragedia clásica, obras que aún disfrutamos –o eso nos decimos– gracias a que las ponemos en contexto y las localizamos en tiempos remotos en los que la gente pensaba y sentía diferente. Si por casualidad encontrásemos un romance igualmente exagerado en una obra contemporánea la tacharíamos de afectada y sentimental. En general, parece que ese tipo de efusividad es ya una reliquia del pasado, propiedad de tiempos más inocentes, y disfrutable siempre y cuando se dispongan de unas cuantas gotas de ironía, pero en ningún caso vigente y menos aún apta para representar de forma realista las idas y venidas emocionales de un mundo tan cínico, incrédulo y autorreflexivo como el nuestro.

En la psicología popular, lo equivalente al rechazo del romanticismo literario –entendido como una forma de mirar el mundo– es el concepto de “amor tóxico”, una noción que, a parte de describir las relaciones afectivas inmoderadas, se ha convertido en la herramienta teórica más accesible y contundente para criticar lo que queda en el presente de esa vieja sentimentalidad proclive a lo fantasioso y exaltado. “Tóxica” es toda relación que valora las declaraciones apasionadas y los momentos desenfrenados por encima de los asuntos del día a día; que usa el romanticismo como excusa para no afrontar la verdad fundamental de las personas: que la pasión dura poco, que la gente tiene más dudas de las que se permite expresar, y que el amor para siempre no es más que una ficción interesada y, en gran medida, un residuo de sociedades con rígidas estructuras estamentales y teológicas. De hecho, la noción del amor tóxico extrae su fuerza conceptual de su vinculación con la crítica política contemporánea; es decir, aquella que entiende el gusto y la sensibilidad como una expresión de la ideología dominante de la época en la que se inscriben. Desde un punto de vista crítico, los énfasis en las dimensiones dramáticas o sublimes del sentimiento no eran decisiones artísticas casuales o desinteresadas, sino formas de servir a las dinámicas de poder de sociedades jerárquicas y mayormente religiosas. Cada vez que un poeta languidecía soñando con la conquista de su amada reforzaba los fundamentos del patriarcado y la propiedad privada, cuando exaltaba la idealidad de sus emociones perpetuaba la oposición entre una realidad espiritual y otra terrenal, y cuando prometía amor y fidelidad eterna apuntalaba la verdad de sustancias y divinidades intemporales.

En contraste, el amor “sano” se presenta como una filosofía emocional sobria y realista, que no establece vínculos afectivos en relación a una dicotomía espíritu-terrenal cristiana, ni a una teoría ideológica de la propiedad, ni al machismo sistémico de las sociedades modernas. Dicho amor no hace las grandes promesas de los poetas antiguos, ni provoca las tormentas interiores del teatro clásico; se muestra desconfiado en todo momento de la intensidad emocional, que percibe como un residuo de un mundo ideal y sublime; rechaza en todas sus formas la noción de conquista, puesto que no ve en ella más que a una subsidiara del patriarcado capitalista, y afirma felizmente que el amor no es para siempre, pues en la vida de aquí abajo todo se acaba: pensar lo contrario sería secundar una teología trascendental. Al contrario que las ficciones extravagantes del romanticismo, el amor sano parece ser una cosa mucho más realista y acaso científica; buena comunicación, un poco de cariño mutuo, afecto y respeto, y sobre todo perseverancia y tesón ante las ordinarieces de la vida, en suma, una especie de compañerismo del día a día, una doctrina de los grises, que hace tiempo que ha dejado de aspirar a la sublimidad de la ficción para dedicar sus esfuerzos a una sentimentalidad fáctica y posible.

Todo esto es muy razonable… Y sin embargo hay algo en mí que me impide mostrarme plenamente entusiasta respecto al “amor saludable” y el abandono del romanticismo emocional. En parte porque siento cierto rechazo por la prepotencia de cierta sensibilidad contemporánea que se cree más avanzada, más completa que la de sus predecesores, quienes no tenían psicólogos, una ciencia de las emociones o una crítica cultural de corte político; la misma prepotencia que permite a cualquier especialista moderno arrogarse una percepción de la interioridad superior a un Shakespeare o un Esquilo. Y en parte porque no me convence la pequeñez del amor saludable, esa doctrina de los grises y la sobriedad, además de que dudo de sus supuestas virtudes; temo que con el desvanecimiento de la sublimidad se haya perdido algo importante. Pero sobre todo porque desconfío profundamente de su supuesto realismo y su interpretación de lo que es la “verdad fundamental” de las personas, así como de su callada pretensión de universalidad: un amor que se presenta como saludable “en general” se me hace irremediablemente sospechoso, ya que no puedo evitar preguntarme si con esta nueva psicología progresista no se esconderá una forma de limitar y disciplinar las posibilidades del sentimiento.

Si se le llamase “amor progresista” no tendría ningún problema con la etiqueta; al menos serviría de advertencia para quien decida regir su sentimentalidad de acuerdo con los valores genéricos de su época. Es el empleo de una categoría médica lo que hace de este concepto algo inquietante. Se supone que, igual que los científicos modernos han comprendido mejor lo que es la enfermedad, nuestra época ha descubierto también el amor auténtico y, finalmente, tras siglos de engañarnos con ficciones de poetas y trovadores, somos objetivos con los sentimientos. Y es que a pesar de que el término “amor tóxico” inicialmente se empleaba para describir relaciones abusivas (aunque entonces no habría que hablar de “amor” sino de abuso), me parece que cada vez tiene menos que ver con el hecho de que las relaciones sean dañinas que con que sean fantasiosas, o sea, con un querer “vivir en las nubes”, pretender que el amor es eterno, que lo puede todo, o que deban sacrificarse el placer, los estudios o la carrera por una relación. Diría que en el fondo se trata de una guerra entre realidad y ficción, de una disputa para ver qué forma de amor es la afectada o fantasiosa y cuál la verdadera y pragmática, haciendo así del amor ficcional –de las novelas, canciones y poemas– tóxico, y del amor realista –“deconstruido” y del día a día–, lo saludable.

Dejando de lado los problemas para calificar algo como “realista”, uno se pregunta qué –o quién– provoca esta animosidad contra lo ficcional. Incluso aceptando que el amor romántico sea más fantasioso, irreal o imposible que ciertas formas de amor contemporáneo, ¿qué nos lleva a deducir que sea menos saludable? ¿Hay algo intrínsecamente nocivo en vivir en una fantasía? Me parece que la lección de la psicología, al menos tal como yo la entiendo, consiste en afirmar lo contrario: que necesitamos de la ficción para poder gozar de una vida saludable. Sin ficción la vida no es más que un conjunto de experiencias sin ningún sentido, un pasaje efímero e insignificante por un mundo caótico, en el mejor de los casos arbitrario y en el peor cruel, que nos empuja irrevocablemente hacia la muerte. La depresión es la forma más perfecta y coherente del realismo, pues consiste en ver las cosas tal como son: irrelevantes, absurdas y sobrecogedoras; es precisamente la ficción lo que nos permite vivir de una forma razonablemente agradable, creyendo que lo que hacemos tiene algún sentido, que nos aman y podemos amar, y que nuestras vidas sirven para algo. Desde este punto de vista, mentirse a uno mismo no sólo es necesario: es la salud.

Sí se acepta esta premisa, ¿no es acaso más saludable creer que uno vive en una historia dramática de amor, tal vez no una tragedia, pero sí en una aventura romántica con una dinámica feliz, exagerada y espectacular, que conformarse con un poco de cariño, una relación genérica y los despojos de la cotidianidad? Al contrario de lo que indica la sensibilidad contemporánea, tal vez la salud sentimental, en tanto que esta resulta del autoengaño, resida precisamente en la afectación que uno percibe en las obras antiguas o la intensidad que sentimos al leer, escuchar o vivir una obra de ficción. No se trata de defender a las formas tradicionales de amor, o los enlaces matrimoniales al uso; éstos suelen ser formas muy débiles de ficción, en las que la capacidad para engañarse dura un tiempo, a menudo corto, y luego el realismo se impone en el resto: “Fuego y llamas durante un año y luego treinta de cenizas”. No, se trata de proteger al amor de las garras del realismo y considerar que tal vez la ficción, las gestas románticas y los artificios de los grandes creadores sean los modelos más vitales de los que disponemos para que cada cual cree el cuento que le permita vivir el amor más intensamente y de la forma más saludable posible. Me parece que la alternativa conlleva una búsqueda imposible de realismo que, tratando de despojarse de la ficción, termina por crear otra ficción que no es más real pero sí más triste.