Prólogo para la obra «La aristocracia del espíritu»: antología de los textos de Nietzsche sobre la aristocracia. Publicado próximamente por Galaxia Gutenberg.
A estas alturas parece temerario reivindicar el aristocratismo, en particular el de Nietzsche, el autor más elitista de la historia de la filosofía. En nuestra modernidad tardía, olvidadas ya las antiguas jerarquías que categorizaban a personas e ideas de acuerdo a un orden divino o ideal, hablar de valores “nobles”, de ideas “elevadas” o incluso de individuos “sabios”, pasa fácilmente por conservadurismo, clasismo o esnobismo. Los intentos de ennoblecimiento espiritual sufren una suerte similar; en una época que prefiere los grises y la moderación a lo extraordinario parece imposible reivindicar lo elevado o grande sin recurrir a la parodia. Por otro lado, somos hijos de un tiempo lleno de falsos tipos de grandeza, en el que los ricos son tenidos por seres humanos excepcionales, prosperan los líderes autocráticos y proliferan doctrinas espirituales de poca sofisticación, como la autoayuda o el esoterismo. Como entendió Nietzsche, vivimos limitados por las consecuencias negativas de la doctrina de la igualdad, sin que haya igualdad efectiva. Los individuos auténticamente grandes viven escondidos o ignorándose a sí mismos, sofocados por las críticas a la distinción y el elitismo, mientras que los falsos ricos y los falsos poderosos poco a poco se hacen pasar por los nuevos nobles, apropiándose de un concepto de “grandeza” demasiado tiempo abandonado por los genuinos aristócratas. Por eso, para los que aún sienten la necesidad, tanto para un individuo como una cultura, de elevarse moral y espiritualmente, la pregunta de Nietzsche es más pertinente que nunca. ¿Cómo redefinir la nobleza sin recurrir a los antiguos baremos, sin caer en el conservadurismo o snobismo, ni en el falso evangelio de los ricos y los autócratas? ¿Es acaso posible hoy una nobleza que sea liberadora, creadora y afirmadora?
Puede decirse, sin recurrir a la exageración, que Friedrich Nietzsche puso el problema de la elevación en el centro de su filosofía. La elevación como símbolo de que vivir es aprender a vivir, y que por tanto la vida tiene una dimensión vertical: el aprendizaje no conoce otra meta que la de crear formas de vida cada vez más sofisticadas, más sabias, más plenas, una existencia que en tanto aprende se auto-supera sin cesar. Elevación, también, como respuesta a la doctrina nihilista del todo vale, como contrapunto al gusto por los terrenos planos, uniformes e intercambiables que Nietzsche identificó como propio de la modernidad. El relativismo de los valles no le convencía; Nietzsche entendía que la necesidad de subir montañas es consubstancial al proyecto humano, a nivel individual y colectivo. Ir hacia arriba: sobreponerse a la mediocridad, cultivarse a uno mismo, establecer jerarquías, refinar y ennoblecer el espíritu y la moral—esa es la dirección de la vida bien vivida. Sin una métrica de elevación y verticalidad, el gran peligro es la indiferencia entre todas las opciones vitales posibles, una indiferencia que a menudo implica someterse a la voluntad de los demás. No resulta sorprendente que Nietzsche no sucumbiese al dogma del ateísmo moderno según el cual, si no hay un único centro de valor, todas las perspectivas son igualmente válidas. Según él, este era una de las consecuencias más nocivas de los nuevos órdenes democráticos y su creencia en la igualdad universal de las cosas y las personas, una “idea plebeya” que conllevaba una profunda enfermedad espiritual. Nietzsche no sólo creía que hay valores y conductas superiores a las otras, sino que en la capacidad de discriminar y de afirmar dicha discriminación residía la salud psicológica y moral de un individuo y una comunidad.
Por eso mismo, a menudo se le ha colocado en el espacio político de los reaccionarios, o de aquellos que pretenden regresar a una jerarquía social predemocrática. Nietzsche se lo pone fácil a quienes intentan este tipo de descalificación (casi parece que así lo desease, como estrategia para ahorrarse esa clase de lectores), pues a lo largo de toda su obra se muestra muy favorable a los regímenes oligárquicos de la Roma imperial, la Italia renacentista o la Francia de Luis XIV, y frases suyas como “ninguna de las cosas grandes, ninguna de las cosas hermosas puede ser nunca un bien común”, “hoy nadie tiene ya el coraje de reivindicar los privilegios, los derechos de dominio,” o aún “rebelión: esta es la nobleza del esclavo” parecen sugerir un temperamento antidemocrático y marcadamente autoritario. Aquellos que le critican se han visto también justificados por la acumulación de evidencia académica en su contra, pues con los años muchos de los argumentos históricos que Nietzsche empleó para justificar su visión aristocratizante de la política y la espiritualidad han sido refutados o matizados, permitiendo a estudiosos y profesores reemplazar sus interpretaciones con otras más actualizadas y ajustadas a los datos documentales.
O así sería si Nietzsche fuese un filósofo convencional. Sin embargo, la lectura de su obra tiene un efecto muy particular: no significa lo que significa. O dicho de otro modo, bajo una mirada poética, aquellos significados que parecían fijos y conocidos se desplazan poco a poco, cediendo el lugar a un sentido nuevo y original. El lector atento descubre enseguida que Nietzsche es un estilista con la capacidad de conmover a los poetas más exigentes, un creador que no usa los términos con la estrechez artística propia de los autores de duros tratados sobre el ser, el absoluto y la verdad. De hecho, más que un filósofo es un poeta, o un filósofo-poeta que moldea las palabras a voluntad, creando para cada una de ellas significados nuevos, ambiguos y múltiples que exigen interpretaciones no convencionales y lecturas que por ser creativas no son menos rigurosas. El escritor aristocrático no escribe como todo el mundo, no emplea los significados de la mayoría: no hay que leerle como a la mayoría. Así, aquella idea de la nobleza espiritual que a primera vista parece autoritaria, conservadora y esnob, va mutando para el lector poético hasta convertirse en otra radicalmente libre, afirmativa y emancipadora. Poco a poco, uno se da cuenta de que cuando Nietzsche habla del “esclavo”, a menudo se refiere a lo que usualmente se entiende por “rico”, o incluso por “gobernante”, y que “los derechos de dominio” no significan tanto derechos legales o de propiedad como derechos espirituales, en un marco de maximización de la potencia vital. Por este motivo, aún si aquellas interpretaciones y teorías históricas que Nietzsche emplea para colorear sus metáforas se demuestran erróneas o infundadas por la filología y la historiografía contemporáneas, su verdad poética permanece, imperturbada por las refutaciones de los expertos.
Vieja y nueva aristocracia
En parte, la mala asimilación del aristocratismo nietzscheano aún bebe de la tergiversación e instrumentalización política que sufrió su obra durante el primer tercio del siglo XX. Aunque la reputación de Nietzsche como filósofo protonazi esté ya casi extinguida, las lecturas de su corpus filosófico como gran apología de líderes autoritarios y de regímenes tiránicos persisten, motivadas todavía por la manipulación de sus textos por parte de su hermana. Después de que Nietzsche se hundiese para siempre en la locura, Elisabeth Förster-Nietzsche, una antisemita convencida, que en la década de 1880 se había mudado a Paraguay para crear un asentamiento ario “puro” en el corazón de Suramérica, volvió a Alemania para arrogarse el rol de tutora de su hermano y administradora de su legado. Aprovechando el creciente interés del público en la filosofía de su hermano Friedrich, Elisabeth se tomó la libertad de editar y distorsionar sus textos a voluntad —con la complicidad de otros intelectuales nacionalistas, como Oswald Spengler o Martin Heidegger—, maquillándolos de manera que pareciesen más favorables a la causa nacional alemana, el antisemitismo, o a la propagación de autocracias dictatoriales. Elisabeth fue también la principal impulsora de la edición de un libro titulado La voluntad de poder, compilado a partir de fragmentos y notas póstumas de Nietzsche, manipulado de acuerdo con los intereses políticos descritos más arriba. En ella, Elisabeth y sus socios presentaron una concepción del noble que no era más que la imagen de una plebe triunfante, mezclando torpemente las ideas de Nietzsche con el militarismo nazi, la eugenesia y la supremacía cultural alemana, abriendo el camino de las posteriores descalificaciones de la obra de Nietzsche, y haciendo de su auténtico aristocratismo el objeto de un tabú.
Desde un punto de vista histórico más amplio, sin embargo, la dificultad para entender y asimilar la vertiente aristocratizante de la obra de Nietzsche ha tenido que ver, precisamente, con la multiplicidad y el cariz poético de sus significados. Se trata de algo que Georg Brandes, escritor danés de finales del siglo XIX, intuyó perspicazmente en el estudio que le dedicó al autor alemán en 1889. El texto se llama Nietzsche, Un ensayo sobre el radicalismo aristocrático, título que capta a la perfección lo que hay de enigmático y original en el aristocratismo nietzscheano. Con el binomio “radicalismo aristocrático”, que tanto complació a Nietzsche, Brandes arroja luz en una tensión semántica entre “aristocracia” y “radicalismo”, dos términos a priori contradictorios y sin embargo tan oportunamente combinados. ¿Cómo reconciliar posiciones aparentemente tan opuestas? ¿cómo podría ser radical una postura aristocrática, que en principio defiende los valores de una clase social firmemente asentada en el antiguo régimen y la tradición más inmovilista?
No se trata, desde luego, de que Nietzsche fuese un radical en el sentido de “defensor a ultranza” o apologista de la nobleza al uso o proponente del derecho divino y de la transmisión hereditaria del poder, sino de algo mucho más complejo, original, y —como es habitual en su filosofía— también contradictorio. En este sentido hay que distinguir a Nietzsche de la tradición aristocrático-reaccionaria del siglo XIX, que se erigió en defensa del antiguo orden nobiliario, que estaba desapareciendo bajo el ímpetu del mundo burgués inaugurado por la revolución francesa. Y es que si bien la revolución había gozado del entusiasmo y apoyo inicial de muchos de los pensadores nacidos en el siglo XVIII y educados bajo el signo de la Ilustración —como Kant y Hegel—, a medida que avanzaba el siglo XIX comenzaron a emerger las sombras de ese hito histórico. La burguesía, la clase social que había alcanzado la hegemonía política, económica y cultural tras la revolución, había logrado unos éxitos materiales y financieros inauditos, pero no estaba nada claro que dichos éxitos hubiesen sido acompañados por el correspondiente progreso moral y espiritual de las sociedades adscritas al nuevo orden político. En ciertos aspectos se podía incluso hablar de un retroceso, pues la desaparición del horizonte compartido de la religión y el creciente caos político se tradujeron en una condición espiritual cada vez más precaria, como atestiguaron Tocqueville, Marx y Kierkegaard con sus conceptos de inquiétude, alienación y ansiedad, respectivamente, y Nietzsche con su análisis del nihilismo como la patología propia de la modernidad. Además, la riqueza seguía estando acaparada por unos pocos y, como ilustran las guerras napoleónicas o las revoluciones de 1830 y 1848, el poder pasaba de unas manos a otras caóticamente, sin que las promesas de la revolución se materializasen sólida y definitivamente.
Este “malestar” hacía pensar que la fe en el progreso era una creencia tan infundada como la fe religiosa, y si cabe más mezquina. Si el aspecto que tenía el progreso era la cultura burguesa, con su obsesión por la acumulación material y la ascensión social, y su consecuente miopía espiritual, cabía sostener —como creía Flaubert— que el progreso de la humanidad era ante todo el progreso de su estupidez. Todo ese despliegue material fastuoso… ¿para qué? Europa disponía de maquinaria antes nunca vista, de productos y bienes de consumo procedentes de todo el mundo y de una abundancia de inventos inaudita; pero sus ciudadanos estaban inusualmente inquietos, alienados y ansiosos. El enfoque en los números y las cantidades tenía además problemas exteriormente visibles: la burguesía había prometido el sufragio universal, pero no había hecho nada por elevar el nivel crítico y político de la población; prometía educación gratuita, aunque únicamente en tanto que necesitaba garantizarse mano de obra cualificada; había abolido la desigualdad formal, pero mantenía la económica.
Estos desarrollos políticos y sociales dieron pie a una dura reacción intelectual ante la nueva visión del mundo basada en el afán de lucro, la fe en la ciencia y la idea del progreso. Si Hegel aún creyó que las democracias liberales constituían el estadio final de lo que él llamaba “el espíritu de la historia”, Schopenhauer, el principal maestro filosófico de Nietzsche, se refugiaría en un pesimismo elitista y, en gran medida, apolítico. En Inglaterra, Edmund Burke no escatimó descalificativos contra la burguesía, esa clase de “sofistas, economistas y calculadores” que no estaba a la altura de sus predecesores aristocráticos, y abogó por un retorno al orden y las jerarquías del antiguo régimen. En Francia, autores como Tocqueville (un demócrata) o Flaubert, se mostraron muy escépticos ante la viabilidad de una democracia universal, y consideraron que había que limitar el poder de las masas. Como escribió el último en una carta a George Sand:
“Lo que necesitamos, ante todo, es una aristocracia natural, es decir, legítima. Nada puede hacerse sin cabeza. Y el sufragio universal, tal y como está ahora concebido, es algo más estúpido que el derecho divino… La masa, la cantidad siempre será idiota. No es que yo tenga muchas convicciones, pero esta la tengo profundamente arraigada.”
Nietzsche se inscribe en esta tradición de una forma muy particular. Por un lado, comparte la animosidad reaccionaria respecto al mundo burgués y su concepción optimista y materialista de la existencia; por el otro, al contrario que los conservadores, no cree posible volver a la vida y las formas de gobierno del siglo XVIII —como un contemporáneo suyo, sabe que ‘hay que ser absolutamente moderno’. Distanciándose de su maestro Schopenhauer, Nietzsche considera que el pesimismo es un refugio insuficiente y retoma el combate moral contra el nihilismo de su época. A diferencia de Burke, no es un conservador que crea que los problemas de la modernidad puedan resolverse volviendo a los sistemas políticos que presuntamente habían funcionado durante el antiguo régimen. Tampoco es posible hermanarle con la escuela reaccionaria francesa —con autores como Joseph de Maistre, Alphons Karr o Louis de Bonald. A pesar de que manejan un vocabulario similar y en algunos casos sus descalificaciones de la burguesía sean casi idénticas, su foco está puesto en objetivos enteramente distintos. Balzac escribió que la elegancia es la ciencia de no hacer nada igual que los demás, al tiempo que parece que se hace todo de la misma manera que ellos. Nietzsche, en calidad de estilista aristocrático, hace exactamente eso: usa el vocabulario de los conservadores, coquetea con la terminología reaccionaria (¿qué pensador interesante no flirtea con el peligro?), pero sus objetivos son casi diametralmente opuestos. Nietzsche toma la fuerza conceptual del aristocratismo, en tanto que presenta el mundo como un sistema vertical de fuerzas en el que el individuo puede elevarse y auto-superarse, pero rechaza los elementos más simplistas y literales que hacen del concepto “aristocracia” un símbolo del antiguo régimen. La idea de una aristocracia sólo vale en la medida en que puede ser adaptada para dar respuesta a los problemas espirituales del mundo moderno, y nunca como retorno a un tiempo ya perdido. Por último, Nietzsche tampoco es un elitista a la manera de Flaubert. En una carta de 1887, Brandes trató de equiparar la posición política de Flaubert con la de Nietzsche (una comparación que este último eludió cortésmente, tal como solía hacer en su correspondencia cuando no concordaba con sus interlocutores), pero el autor de Zaratustra no publicó nada en vida refrendando la instauración de una “aristocracia natural”. En realidad su crítica es mucho más profunda. Si Nietzsche coincide con la altivez de la mirada que Burke y Flaubert dedicaron a las masas (y en concreto a la burguesía), no es porque las encuentre demasiado caóticas para su gusto, o porque esté en contra de la libertad individual, o aún porque busque defender a toda costa un orden político obsoleto, sino porque cree que la revolución burguesa que comienza en 1789 es de todo menos radical.
El historiador poético
Para Nietzsche, dicha revolución no es el pretendido movimiento emancipatorio que se alzó entre la injusticia del antiguo régimen para liberar a la humanidad de las cadenas de la servidumbre, sino un estadio más de una tradición reactiva que comienza con la cultura judeocristiana y la subversión espiritual de Roma, pasa por Lutero y los jacobinos, y culmina con la modernidad y sus afecciones más características: la economía de libre mercado, el socialismo, los intelectuales librepensadores y la burguesía. A través de esta excéntrica pero fascinante teoría histórica, Nietzsche invierte los términos: lo que la historiografía tradicional toma como “revoluciones” o movimientos emancipadores —Lutero y la reforma, la revolución francesa, el socialismo— son para él casos paradigmáticos de reacción. Reacción no contra sistemas de gobierno previos, sino contra la vida y la doctrina aristocrática de la afirmación de uno mismo. El revolucionario necesita un objeto externo para constituir su identidad, creando necesariamente ressentiment, mientras que el prototipo noble se afirma a sí mismo y las circunstancias que le ha tocado vivir. No hace falta ir mucho más lejos para ver que Nietzsche, en una demostración de fuerza poética, hace del concepto ‘revolucionario’ un término ajeno a los significados que le daría Marx o la tradición conservadora, desplazando su sentido original hasta que la palabra casi significa… reaccionario. Esta falta de asimilación de los significados de la teoría política tradicional es el motivo principal por el que su pensamiento político ha presentado tantos rompecabezas para sus intérpretes. Tanto es así que aún hoy en día no hay consenso de si se trata de un autor eminentemente fascista, anti-liberal, libertario o una especie de defensor esotérico de la emancipación individual. Motivados por estas discrepancias, autores como Walter Kaufmann o Martha Nussbaum han sostenido que Nietzsche no tiene una teoría política explícita, y que se trata más bien de un moralista o de un psicólogo cuyas contribuciones ideológicas merecen una atención relativamente menor, particularmente comparado con los lugares comunes de la filosofía política, como el pensamiento de la Ilustración o la crítica histórica alemana.
No es que Nietzsche no desarrollase una teoría política, sino que es casi imposible demostrar, a partir de los patrones con los que suelen dirimirse esas cuestiones, que Nietzsche tenga una “filosofía política”. Demasiado a menudo los historiadores de la cultura leen a Nietzsche con ojos insensibles a su potencia poética, buscando en sus escritos palabras o términos que justifiquen su afiliación a tal o cual tradición cultural, a familias intelectuales previamente establecidas por los estudiosos. Pero ignorar que Nietzsche fue un filósofo poético es ignorarlo todo: implica pasar por alto el sentido de sus conceptos, la radicalidad de su aristocratismo, así como el alcance de su distancia respecto a las escuelas y tradiciones existentes. Es olvidar que el vector principal de su obra pasa por la creación casi compulsiva de conceptos y significados que no estén manoseados y desgastados por el uso convencional, así como por una comprensión del lenguaje fundamentalmente artística. En Sobre verdad y mentira en sentido extramoral, un pequeño texto de 1873, queda esbozada una teoría del lenguaje como forma de arte que se convirtió en la brújula de su práctica como escritor. Según Nietzsche, las palabras, incluyendo conceptos como “verdad”, “yo” o “realidad”, no tienen un origen divino o natural, sino que son metáforas producto de la creatividad humana, o dicho de otro modo, son metáforas que hemos olvidado que lo son. La historia va así: en un tiempo muy remoto, nuestros antepasados atribuyeron significados a un conjunto de sonidos y gruñidos emitidos por sus gargantas, a los que llamaron palabras. Pasan muchos años, hasta que llega el día en el que la humanidad ya no recuerda esa escena inicial, y, desmemoriada, cree que las palabras que una vez inventó, esas cosas que no eran más que aire y gruñidos, existen de verdad, que hay realmente una “verdad” o un “yo”, o una “realidad”… Como en Platón, el filósofo lucha contra la amnesia, pero en vez de recordar un saber original, redescubre un no-saber esencial: que el ser humano habla con aire sobre aire. El auténtico pensador es, por tanto, un aristócrata de linaje antiguo y vista larga, en el sentido de que es aquel que recuerda sus orígenes y redescubre que el lenguaje con el que debe expresar su pensamiento es esencialmente artístico, una creación estética cuyas posibilidades distan de estar plenamente exploradas —es el que entiende que al principio está la metáfora. El filósofo, convertido en poeta, comprende además que nadie posee un derecho especial sobre los significados de las palabras, que no hay significados correctos, sólo significados convencionales. Y las convenciones —nadie lo sabe mejor que Nietzsche— se pueden cambiar, deformar, trastocar: se pueden dinamitar.
El aristócrata no se somete a las convenciones: cuando lo hace es por cortesía, para que se le entienda. Pero su verdadera meta no es ser entendido, sino establecer la ley, nuevas convenciones, hacer de sí mismo un artista capaz de cambiar el lenguaje. Los poetas lo han sabido desde siempre: la originalidad de Nietzsche consiste en darse cuenta de que lo que es válido para la poesía también ha de serlo para la filosofía y la política. Su dificultad como ideólogo radica, por tanto, en que no asume las posturas políticas como si conociese su significado o aceptando los significados históricos-convencionales, sino que transfigura su valor, haciendo de ellas algo nuevo y personal, alejándose definitivamente de los marcos de la historia intelectual. Esto es lo que hace que sea tan difícil situar su pensamiento, y lo que condena a la incomprensión los intentos de interpretar su obra a partir de las coordenadas habituales. No se puede interpretar la postura ideológica de Nietzsche sin tener en cuenta al Nietzsche poeta, ni al Nietzsche transmutador y creador de valores, pues las etiquetas tradicionales (conservador, progresista, reaccionario…) adquieren en su obra un significado completamente distinto —es casi como si hablase otro idioma. En resumen: no se puede leer al poeta con ojos de erudito. El ejemplo de la reacción es un caso paradigmático, ya que si bien los historiadores de las ideas suelen incluir a Nietzsche en la tradición de los reaccionarios o de los pensadores contrarrevolucionarios, él nunca se habría definido como tal. Lo más interesante es que no se trata de una simple diferencia de opinión, o de una divergencia ideológica entre el autor y sus intérpretes, sino de que el significado de las categorías empleadas es distinto a pesar de llevar el mismo nombre.
Riqueza, poder y linaje
¿Qué es, pues, la aristocracia para Nietzsche? Empecemos por descartar lo que no es: ni la defensa de la desigualdad económica, ni la justificación de los privilegios de los poderosos que uno podría desprender de la teoría política de Burke, ni la idealización de una elite gubernamental a la manera de Flaubert, ni el regreso al orden y la conservación de la tradición pretendida por los antirevolucionarios del siglo XIX.
El aristócrata nietzscheano no comparte las ambiciones materiales, políticas o de estatus comúnmente asociadas a la nobleza. En lo relativo a la esfera económica, Nietzsche será particularmente contundente: aquel que quiera vivir una existencia “aristocrática” debe gozar de cierta riqueza, lo suficiente para garantizar la tranquilidad material y la libertad frente a la esclavitud del trabajo, pero sin excesos: la verdadera nobleza no se puede comprar “con el oro de los mercaderes: pues poco valor tiene todo lo que tiene un precio”. La sobreabundancia de bienes es para Nietzsche un síntoma de la pobreza espiritual de una burguesía incapaz de ver más allá de las cantidades. Este mensaje tiene una fuerza particular en nuestro tiempo, en que cualquier mención de elitismo se asocia inmediatamente a los ricos. Hoy en día el dinero está tan santificado y la codicia tan legitimada que la conexión entre riqueza material con cualidades morales como inteligencia, sabiduría o habilidad, es casi automática; tanto es así que los actuales ‘billonarios’ son a menudo descritos como si pertenecieran a un género humano superior. En el otro extremo, aquellos que ofrecen propuestas para reducir la desigualdad económica suelen ser acusados de querer limitar el genio, la ambición o la creatividad: aspirar a una mediocratización generalizada, no permitiendo que nadie brille o sobresalga. Es refrescante recordar que puede existir una aristocracia que no dependa del dinero, y que un individuo puede ennoblecerse independientemente de su patrimonio. Es más refrescante aún recordar que la obsesión –actualmente tan condonada– por la acumulación financiera no es sino un caso de plebeyismo espiritual.
No obstante, la exaltación nietzscheana del individuo en particular y de las élites en general, ha llevado a algunos intérpretes, como al historiador y político comunista Franz Mehring, a declarar que Nietzsche fue un “filósofo social del capitalismo”. Algo similar sucede por la derecha: hoy no son pocos los anarcocapitalistas que colocan a Nietzsche en los eslabones más altos de su panteón intelectual particular, creyendo ver en su celebración de los poderosos una justificación de la desigualdad económica que ellos mismos proponen. Pero, en realidad, dichas interpretaciones solo funcionan si uno ha aceptado los marcos conceptuales del capitalismo y considera que toda voluntad de elevación no es más que una forma de codicia. Alternativamente, uno puede permitirse leer a Nietzsche con ojos más libres, y descubrir que la mirada implacable que dedicó a los ricos no es compatible con ninguna clase de alabanza del sistema capitalista. “¿Qué significan hoy ‘pobre’ y ‘rico’?”, se pregunta Zaratustra, el archiduque que vive en una cueva. La respuesta es contundente: “¡Plebe arriba, plebe abajo!”.
La propuesta aristocrática de Nietzsche tampoco implica una nobleza en el sentido de una oligarquía política, como podría ser el caso de la Francia del clasicismo, o la Venecia del Renacimiento —Nietzsche admiraba estas culturas, pero su fervor era más propio de un poeta que descubre modelos y metáforas para representar la elevación, que de un erudito al describir una sociedad histórica. Este tipo de interpretación se produce con cierta frecuencia, ya que ciertos lectores y comentaristas, particularmente aquellos en la izquierda marxista, ven en el concepto de “voluntad de poder” un intento de justificar racionalmente una pulsión elitista de lo más común. Según este punto de vista, la admiración que Nietzsche sentía por las sociedades aristocráticas de la antigüedad o por estadistas belicosos como Alejandro, César y, particularmente, Napoleón, refleja un marcado prejuicio despótico o de clase. Con un enfoque más amplio, la preferencia de Nietzsche por el tipo “poderoso”, e incluso por la propia elevación, suele leerse como un intento de validar la dominación que algunos individuos o grupos ejercen sobre los demás, para perpetuar las diferencias de poder inherentes a toda sociedad. Este es, al menos, el argumento típico de la sociología contemporánea, la cual, bajo la influencia de Bourdieu y de su concepto de “distinción”, entiende que toda forma de elevación no es más que una manera simbólica de legitimar el poder de los ricos y los privilegiados. Lo que se olvida, sin embargo, es que la voluntad de poder nietzscheana no persigue la obtención de poderes previamente establecidos, sean estos financieros, políticos o intelectuales, sino la creación de nuevos “poderes” que deben ser leídos más como una forma de desarrollo del propio potencial que como una estrategia para autorizar los estamentos existentes. La distinción, vista bajo la perspectiva nietzscheana, es una técnica para la auto-superación moral y personal, y en ningún caso reducible a las categorías marxistas de legitimación o consolidación de las clases dominantes. La voluntad de poder no puede ser confundida con un “querer el poder”: eso sería meramente una voluntad de atribuirse valores previamente dados. En palabras de Gilles Deleuze:
Se ha concebido la voluntad de poder como si la voluntad quisiera el poder, como si el poder fuera lo que la voluntad quería; a partir de aquí, se hacía del poder algo representado; a partir de aquí, se tenía del poder una idea de esclavo y de impotente; a partir de aquí, se juzgaba el poder según la atribución de valores previamente establecidos; a partir de aquí, ya no se concebía la voluntad de poder independientemente de un combate cuyo premio eran precisamente estos valores establecidos. Contra la imagen de una voluntad que sueña en hacerse atribuir valores establecidos, Nietzsche anuncia que querer es crear nuevos valores.»
El verdadero aristócrata, según Nietzsche, no es aquel que acepta el valor de la riqueza o el poder político tal como están determinados culturalmente, y mucho menos el que lucha por obtener un estatus o distinción social que siempre es atribuido por los demás, sino aquel que continuamente reinventa los valores de acuerdo con las exigencias de su propia vida: “crear valores es el genuino derecho señorial”. Como se venía intuyendo, la concepción aristocrática que defienden los ideólogos de la tradición reaccionaria, como Burke o Flaubert, está en las antípodas del concepto nietzscheano de nobleza. La figura de un señor a la manera del siglo XVIII (Burke) o la de una intelligentsia formada por eruditos e ingenieros sociales (Flaubert) serían para el filósofo alemán meros casos de ambición mundana, una nobleza únicamente de título que regatea con la plebe por un poder ya dado. Desde una perspectiva nietzscheana, la nobleza, en el significado histórico-tradicional que le atribuye la tradición reaccionaria, no es más que un grupo de personajes de segunda categoría, arribistas con una idea del poder propia de “impotentes” y una concepción del señor que sólo se parece a la de un esclavo exitoso. Si Nietzsche celebra a Napoleón o a César —el lector poético sabrá apreciar la primacía de los símbolos literarios sobre sus modelos históricos— no es porque éstos supiesen apropiarse de un poder previamente establecido, sino precisamente porque trastocaron los fundamentos del poder mismo, atribuyéndose el coraje de moldearlos según sus propios imperativos.
Creación de valores: ese es el auténtico blasón señorial. Igual que con su tratamiento del concepto “reacción”, se diría que Nietzsche demuestra su fuerza creativa al distanciarse de la historiografía tradicional, al dibujar un concepto de lo noble que no parte de las categorías que le vienen dadas por la sociología ni por la historia intelectual —las categorías aproblemáticas que hasta hoy siguen aceptando académicos y estudiosos. Al contrario: Nietzsche se da a sí mismo la potestad de reinventarlas poéticamente, de reformular el concepto de lo “noble” y lo “plebeyo”, rompiendo con su sentido convencional y moldeando los términos de acuerdo a su perspectiva psicológica-filosófica, donde lo noble significa lo fuerte, afirmativo y creativo, y lo plebeyo lo bajo, lo que está en contra de la vida. Qué más da si estas se ajusta a los modelos de los demás, si no represan a clases económicas o políticas con una base histórica: el escritor aristocrático tiene ansias de dominio, de poner su significado ahí donde había otros, de no leer fielmente los términos recibidos, porque sabe que no existe una lectura fiel: tan sólo una sometida a los significados de los demás. Da igual que el concepto de aristocracia, entendido como una descripción de las clases altas en los tiempos previos a la revolución francesa, comenzase a estar en desuso en el nuevo mundo burgués. Ese mismo desuso es parte de su atractivo. En una época en la que los términos “noble” y “plebeyo” comenzaban a parecer palabras del pasado que pierden su lustre y su sentido original —una época en la que, en otros términos, esas palabras comienzan a sonar a ficción—, el Nietzsche poeta ve una oportunidad perfecta para reflotarlas y darle a su filosofía un hálito caballeresco, una libertad inaccesible para los filósofos académicos. Como poeta que no emplea las palabras inconscientemente o según su uso popular, Nietzsche se apropia de los conceptos, o en otras palabras, la formación de los conceptos de “plebe” y “aristocracia”, es, en sí misma, una muestra de nobleza, un ejemplo de la voluntad creativa de singularizarse, de no aceptar simplemente definiciones y conceptos previamente dados.
El linaje aristocrático
Tras subrayar la importancia de la afirmación y de la creatividad en la filosofía de Nietzsche, se podría llegar a la conclusión de que este se oponía por principio a toda idea recibida, a la tradición filosófica o a cualquier noción de herencia intelectual. Sin ir más lejos, Zaratustra abunda en mensajes en esta dirección: “¡Que en lo sucesivo vuestro honor no se funde en el de dónde venís, sino el adónde os dirigís!”, “El noble creará algo nuevo y una nueva virtud. El [meramente] bueno quiere lo viejo y que lo viejo se conserve”. Pero no hay aristócrata sin linaje, y el noble de Nietzsche no es una excepción. La complejidad de esta contradicción aparente no es poca: por un lado, Nietzsche entiende su pensamiento como un radical empezar de nuevo, una hoja de ruta para una filosofía del futuro y el advenimiento del superhombre; por el otro, en cuanto filólogo clásico no puede evitar mostrar su entusiasmo por la antigüedad, incluso por lo “viejo”. Es más, a menudo sus escritos no son sólo vehículos para sus ideas y polémicas, sino también grandes viajes por la historia de la filosofía, la música y la literatura —se puede decir de Nietzsche lo mismo que él dijo de Goethe, que no es un hombre, sino una cultura—, y no hay libro suyo que no celebre el valor de obras y autores del pasado.
En realidad, la preferencia de Nietzsche no es por unos u otros —nuevos o antiguos— sino por lo que denomina la “eterna vitalidad”: la cualidad de aquel que, vivo o muerto, parece siempre interesante, relevante, lleno de vida. De este modo, es posible para Nietzsche ser un enamorado de los clásicos al tiempo que celebra el futuro, así como decir de autores como Epicuro o Spinoza que se le hacen más animados, más reales y llenos de vitalidad que muchas de las “sombras” que habitan el mundo moderno. La tarea del filósofo no es buscar lo nuevo en un sentido cronológico, sino encontrar lo eternamente nuevo, entendiendo por eterno no una sustancia invariable, sino aquello que logra trascender tiempo y espacio, imbatible ante el paso de los siglos. Esta es la naturaleza del tiempo aristocrático: buscar lo nuevo no significa rechazar o borrar el pasado, sino colocarse en un espacio intempestivo en el que las épocas y los siglos ya no importan, tan sólo la búsqueda de una vitalidad inagotable que pueda contribuir a marcar el camino de la elevación. Así, la plebe es la que no sabe crear el futuro (solo cree en él, pero no lo crea), pero también la que tiene una historia corta, sin apenas linaje: “Quien pertenece a la plebe tiene una memoria que solo alcanza al abuelo —el tiempo termina en el abuelo.” Nietzsche va más lejos aún: tal vez no sea posible adquirir la nobleza, quizás sea necesario poseerla desde el principio. En sus notas póstumas escribe algo inaceptable en nuestro tiempo: “Solo hay nobleza de nacimiento, solo nobleza de sangre […] A saber, el espíritu por sí solo no ennoblece; hace falta más bien algo que ennoblezca al espíritu — ¿Qué se necesita para eso? La sangre.” Este es el Nietzsche más provocador, el enemigo acérrimo de la sensibilidad cristiano-burguesa que, en un ataque de efectismo, lleva al extremo la coherencia de sus propias ideas y la ambigüedad de su lenguaje. Quien no sepa ver más allá del significado literal de “sangre” puede tranquilizarse con las palabras de Ecce Homo: “Con quienes menos emparentado se está es con los padres: estarlo sería un signo extremo de vulgaridad.” La sangre no viene dada, no en un sentido estrechamente biológico. Uno escoge sus parientes, escoge su sangre, aunque “escoger” no es exactamente la palabra. Aquí está la diferencia entre el vanguardismo de Nietzsche y la vanguardia entendida como movimiento de ruptura y disolución de la tradición. El que quiere superarse necesita ejemplos, y va a buscarlos en los más grandes que han vivido. En su tarea de elevación, el aprendiz ha de afiliarse a un linaje poderoso, a una historia de grandes artistas de la vida y pensadores filosóficos que le permitan avanzar más rápidamente, sorteando dilemas y callejones sin salida ya contemplados y debatidos. Quien aspira a la nobleza requiere de un linaje, a poder ser antiguo: no vale cualquier gurú advenedizo. En tanto que depende de sus ancestros, el noble está determinado por el peso del pasado y los caminos ya recorridos, y la altura espiritual que pueda alcanzar dependerá de la talla de sus maestros. ¿Significa eso que debe someterse a su autoridad? No. En la medida en que quiere ir al menos tan alto como ellos debe liberarse de su peso: el aprendiz admira a los grandes de todos los tiempos precisamente en la medida en que ellos fueron capaces de separarse de sus propios antepasados —su individualidad indica que no se contentaron con la simple admiración o celebración de lo dado. Nietzsche sugiere que lo que enseñan los maestros no es a imitarles, sino a darse permiso para ser uno mismo; la fidelidad o el agradecimiento que se les debe es la de ser tan rompedor como ellos, aunque a menudo eso implique tomar distancia. Un homenaje nunca sería un homenaje, sino una afrenta: rendir tributo a la tradición significa desafiarla.
“Los grandes individuos son los más antiguos”, advierte Nietzsche ante una posible interpretación superficial de la creatividad aristocrática. La grandeza o la nobleza —términos que a menudo Nietzsche emplea indistintamente— no se da en la persona aislada, ni basta simplemente con pensar hacia adelante: tiene que haber existido una nivelación de fuerzas previa, un esfuerzo conjunto de una saga poderosa que haya permitido dar frutos sanos y nobles. “Todo lo bueno es herencia: lo no heredado es imperfecto, es inicio […]” El aristócrata nietzscheano no es la figura individualista, romántica y solitaria que algunos han tratado de caricaturizar. No se crea a sí mismo de la nada: ha tenido que aprender de sus maestros y refutar a la tradición. No va solo: camina acompañado de los más grandes entre los muertos. La apuesta de Nietzsche por el futuro, lo nuevo y la creatividad se combina así con una celebración de lo heredado y lo antiguo. Se trata, en parte, de su forma de separarse del optimismo burgués y la hegemonía liberal; de la posibilidad de que algún día la “plebe se convierta en señor y [ahogue] todo el tiempo en aguas poco profundas.” El burgués cree en la idea del progreso, pero amenaza con destruir el pasado entero; mientras que para el aristócrata mirar hacia adelante significa también profundizar en sus raíces: “el profundo respeto por la vejez y la tradición, la creencia y el prejuicio favorable para con los ancestros y desfavorable para con los venideros es típico de la moral de los poderosos”, polemiza Nietzsche. Los venideros son los sujetos del progreso burgués, las personas que han aceptado dogmáticamente la equivalencia entre la evolución de la sociedad capitalista y el progreso de la humanidad. Para merecer la nobleza, en cambio, hay que ir al origen, es indispensable ser un radical.
Del prejuicio al poema
Aunque la opinión de Nietzsche respecto a la nobleza se mantiene favorable en toda su obra, el aristocratismo como problema filosófico no aparece hasta los textos de madurez. En los ensayos filológicos de juventud, así como en la publicación de su primer libro El nacimiento de la tragedia en el espíritu de la música, no hay una teoría de la aristocracia como tal, pero en esos primeros pasos ya se percibe una atracción por la elevación espiritual y el prototipo noble, a menudo bajo los conceptos de “grandeza”, “dionisíaco”, o “fuerza”. Digamos que en esta época el aristocratismo de Nietzsche está presente todavía como prejuicio, como un pathos que intuitivamente resulta propicio para el cultivo de un espíritu saludable y sofisticado. Inicialmente influenciado por el romanticismo y por el olimpismo de Goethe, la juventud de Nietzsche parece fatalmente enfocada hacia lo grande y lo sublime. En su época de estudiante contrasta la filosofía irónica de Sócrates, “el plebeyo”, con la perspectiva artística de la alta tragedia antigua, así como la debilidad de las sociedades democráticas modernas con las duras exigencias de las aristocracias clásicas. Desde el principio desdeña a los autores menores y las cuestiones de especialistas, como muestra su célebre animadversión hacia los filólogos académicos y sus polémicas universitarias. También de esa época, en 1872, es la conferencia en forma de diálogo titulada Sobre el futuro de nuestras instituciones educativas, en la que Nietzsche atacará los presupuestos de la educación democrática, dejando clara su animosidad hacia las masas. En los textos que siguen a su primerísima juventud, el ideal aristocrático aparece sólo de forma intermitente, a menudo como acompañamiento de las tesis principales. En la primera “consideración intempestiva”, David Strauss, el confesor y el escritor Nietzsche criticará la superficialidad de la cultura académica alemana y la hipocresía de los librepensadores, a los intelectuales convencidos de la idea burgueso-cristiana del “progreso” a los que más tarde Nietzsche contrapondrá los “espíritus libres”: perfil del filósofo orientado a la vida y al futuro. En la segunda “consideración”, Usos y abusos de la historia para la vida, hablará de la función de la “historia monumental”, la historia que refiere las grandes hazañas y personajes, aquella que permite al lector moderno iniciarse en lo clásico y elevado, como idea de que “[la grandeza espiritual que existió] fue, en todo caso, posible una vez, y volverá a ser posible”. En las dos últimas, dedicadas a Schopenhauer y a Wagner, se diseccionan “dos figuras del más duro egoísmo, de la más dura cría de uno mismo”, dos grandes maestros llenos de “desprecio soberano” por los valores de la plebe.
A partir de la mal llamada “fase ilustrada” —una fase en la que Nietzsche solo se hace pasar por ilustrado cuando conviene a sus objetivos— se comienza a ahondar en el aristocratismo como problema filosófico y no solamente como prejuicio moral o de clase. Aquí se articula la idea del “espíritu libre” como el modelo de persona que aspira hacia un gusto noble, refinado, antiguo, lo contrario del librepensador que celebra el espíritu moderno. La nobleza deja de ser una simple descripción de clase y comienza a parecerse a la celebración poética de un estado de elevación espiritual, hacia la cual el filósofo iniciado debe aspirar en su camino de perfeccionamiento. En estos inicios ya se intuye la relación de la teoría con la práctica de la escritura: Nietzsche adopta, a ratos, el estilo de Voltaire como manera de acercarse a la perspectiva aristocratizante de ese grand seigneur y efectuar un retorno a sí mismo y sus propias preferencias, evitando la imparcialidad intelectual, el désinteressement kantiano perseguido por él mismo en su juventud académica. Además, emergen aquí observaciones psicológicas de una gran sabiduría y delicadeza, que se alejan de las bravatas anteriores: “Volverse superfluo — esta es la gloria de todos los grandes”. Aparece también, de forma muy interesante, el concepto de “una aristocracia del cuerpo y del espíritu”, inaugurando el énfasis nietzscheano en el cuerpo, y la salud física como complemento a la elevación intelectual y espiritual. En esta época los textos de Nietzsche adquieren el carácter aforístico y fragmentario que conservarían hasta el final de su producción filosófica. Abandona así la elaboración de obras cohesivas y temáticas, y pasa a la producción de pensamientos no hilvanados, colecciones de observaciones puntuales, o meditaciones espontáneas a la manera de los moralistas franceses. Es cierto que más tarde, a partir de la publicación de Zaratustra, Nietzsche recuperará parcialmente la noción de un libro temático; pero aún en esas obras tardías no abandonará nunca el proceder aforístico-fragmentario. Como han mostrado sus biógrafos, este cambio en su estilo literario responde a la necesidad, pues a partir de 1879, Nietzsche se ve sometido a severos períodos de enfermedad que le dejan frágil y agotado, y le impiden trabajar en largos textos discursivos o en proyectos que requieran atención sostenida a un solo problema —una enfermedad que le permitiría alcanzar un punto de vista singular sobre la salud, la importancia del cuerpo y la realidad material del ser humano. El nuevo estilo es también consecuencia de una nueva forma de vivir, pues tras abandonar su puesto de catedrático en la facultad de Basilea debido a sus problemas de salud, Nietzsche obtiene una modesta pensión que le permite llevar una deseable existencia ambulante por hoteles y albergues de Europa central, sin residencia fija ni apenas referencias vitales estables. Podría decirse que tras el período de Basilea su vida se vuelve una colección de aforismos —breves momentos de salud y productividad puntuados por sus viajes y su enfermedad. Todos estos motivos son válidos —Nietzsche enfatizó siempre la conexión entre la vida de los filósofos y su obra— pero faltaría sumarle uno de carácter más puramente literario: la aproximación aforística supone el distanciamiento definitivo de Nietzsche de la tradición sistemática, es decir, de la concepción de la actividad filosófica como la construcción de sistemas exhaustivos, totales. Esta noción de la labor del filósofo había sido la dominante en la época moderna, comenzando con Descartes, pasando por Spinoza y culminando con Schelling, Fichte, Kant y Hegel. Los filósofos sistemáticos eran reconocibles por su ambición totalizante, por la persecución de teorías que no solo explicasen los fundamentos de la realidad y la naturaleza del pensamiento sino que además resultaran de validez universal. En contraposición a estas metafísicas totalizadoras, Nietzsche retomó el modelo de los filósofos franceses, como Montaigne, Pascal, La Rochefoucauld o Chamfort, escritores de inclinación moral, psicológica e individual. Dichos críticos de la moral fueron descubiertos por Nietzsche en la década de 1870, a raíz de las conversaciones con sus amigos. Cósima Wagner (“la naturaleza más aristocrática”), por ejemplo, le regaló el volumen de los Essais de Montaigne que todavía se encuentra en su legado bibliográfico; Jacob Burckhardt, el historiador del renacimiento, le introdujo a la obra de La Rochefoucauld. Nietzsche, que por aquel entonces ya había desarrollado una cierta afinidad electiva por la época del clasicismo francés, cultivó un gusto casi inmediato por estos escritores de máximas, que le acompañó hasta el final de su vida y que tanto contribuiría al carácter sofisticado de su propia filosofía moral. Lo que atraía a Nietzsche de los moralistas franceses, a parte de su refinamiento psicológico –algo de lo que, según él, los filósofos alemanes carecían totalmente– y de “su nobleza inventiva”, era su negativa a hablar en términos generales, supuestamente de validez universal. Como diría más tarde: “Los libros para todo el mundo son siempre libros malolientes: están impregnados del olor de la gente pequeña.” Cualquiera que haya estado en contacto con la densidad conceptual y la oscuridad estilística del idealismo alemán podría alzar una ceja ante la sugerencia de que dicha filosofía fuese “para todo el mundo”, pero lo que cuenta en este caso es que esas obras estaban dirigidas, como se ha dicho, a una audiencia al menos supuestamente universal. Los moralistas franceses, al contrario que Kant o Hegel, no pretendieron hablar a todo el mundo y por todos, sino que se concentraron en la educación de un solo lector. En vez de escribir para “la audiencia”, esa masa indeterminada que se parece peligrosamente a la plebe, la apuesta de los franceses consistía en hablar a un espíritu afín; no hay que educar a las masas, sino a un individuo, a un príncipe en potencia. La presunción de fondo es que un único buen lector vale más que la atención del público general, los llamados “hombres cultos”, quienes con su “falta de pudor” y “cómoda insolencia de ojos y manos que tocan, lamen, palpan”, arrollan todo lo que leen. Es una concepción de la escritura filosófica eminentemente aristocrática, en la que el autor olvida la pretensión de universalidad y de verdad, y se concentra en la composición de fragmentos y máximas de naturaleza provisional, de verdades de la observación que no deben ser válidas siempre, en todas partes y para todo el mundo, sino sólo ocasionalmente y sólo para un lector ideal. Ya no se trata de prescribir un tipo de comportamiento universalmente válido, a la manera de Kant —“el imperativo categórico huele a crueldad”— sino de ofrecer la posibilidad de que múltiples comportamientos y moralidades puedan florecer de acuerdo con los imperativos de cada cual: “no pensar jamás en rebajar nuestros deberes a deberes para todo el mundo.” La cuestión no está en esbozar grandes teorías acerca de la esencia última de la realidad o la verdad, que deban ser probadas por la razón o la lógica —“es poco valioso lo que tiene que ser demostrado”—, sino en escribir algo que pueda conquistar la verdad de un solo individuo, según su temperamento y afinidad personal. A partir de aquí la filosofía de Nietzsche pierde cada vez más el tono general o divulgativo —en el sentido etimológico, de la palabra vulgus— despojándose de la forma de escribir que había practicado en su edad más temprana, y adquiere progresivamente el carácter aforístico, maduro, provocador y personal que caracterizará su obra posterior. “Quien sabe respirar el aire de mis escritos, sabe que es un aire de las alturas, un aire fuerte.” Desde este momento su pensamiento se vuelve rico en imágenes y metáforas, nutriéndose de figuras narrativas o históricas que servirán de paralelismos de sus conceptos filosóficos. Nietzsche demuestra así que el aristocratismo no es un concepto abstracto: comienza por la escritura misma. “Crear valores es el genuino derecho señorial” es también una llamada a inventar nuevas formas de escribir. Así, en los libros de este período, el valor, el significado tradicional de las palabras que emplea Nietzsche se debilita y comienza a ceder terreno ante la imparable presión semántica que aplica a cada uno de sus términos. De esta época son las primeras señales de lo que más tarde será el concepto “aristocracia”, el concepto “plebe”, “esclavo” o “señor”, que ya tienen poco o nada que ver con su sentido convencional, y menos aún con el sentido “ilustrado”: “El noble, el generoso, el que se sacrifica sucumbe de hecho a sus impulsos, y en sus mejores momentos su razón hace una pausa”. La estructura de sus obras cambia también: ya no es necesaria una única voz que se mantenga idéntica a lo largo de toda una obra. Hay que crear y recrear los significados constantemente, también hay que modificar y refinar el tono. Cada aforismo, cada observación necesita su propia medida, su voz personal: no hay que rebajarse a creer que un mismo estilo es válido para todos los temas. En algunas ocasiones Nietzsche adoptará la agudeza psicológica de Pascal, en otras, sin embargo, tomará prestada la delicada desconfianza de La Rochefoucauld; los enemigos exigirán toda la amargura y la astucia de un Chamfort, mientras que los más afines podrán ser tratados con la inteligencia sonriente y solar de Montaigne. A partir de este momento el filósofo ambulante estará muy solo entre sus contemporáneos, se sentirá más despojado de lectores que nunca. Y no es sólo a causa del hecho que, en un sentido literal, apenas cuenta con lectores –algo que a menudo le lleva a sufragar los costes de edición y publicación con fondos propios–, sino porque su lector ideal aún no existe. Nietzsche ya no habla para todo el mundo: su lector es, en cierta manera, una creación propia, una figura que aún no ha llegado, unos oídos nuevos que el escritor aristocrático exige para unos significados nuevos. “Algunos nacen póstumamente”, exclama, presagiando su propio destino y la recepción de su obra. De ahí que desde entonces sus textos se llenen de interrogaciones, entre bravuconas y trágicas, verbigracia: “¿Se me ha entendido?”, o “¿Se me ha oído?”, o de provocaciones combativas “suponiendo que se tengan oídos para esto”, así como de insinuaciones de escribir únicamente para sus “amigos”, a pesar de reconocer no tener “amigos aún”.
La publicación de Zaratustra en 1884 supone otro cambio de ritmo en su producción. Decir que aquí empieza un período sería, en cierto modo exagerado, puesto que muchos de los temas, problemas y argumentos que se desarrollarán en los libros siguientes ya habían aparecido anteriormente —en particular en La gaya ciencia, quizás el libro más generoso y polifacético de su obra—; pero es cierto que a partir de este momento esos temas, problemas y argumentos se articulan y problematizan de una forma antes nunca vista, mucho más profunda y radical. En este lustro final de lucidez (1884-1889) Nietzsche publica nueve libros, cinco de los cuales fueron compuestos durante el último año. Se trata de una época muy fructífera, de textos redactados con un trepidante sentido de urgencia —casi parece que Nietzsche supiera que le sobrevolaba la locura— en los que el autor alemán retoma obsesiones y preferencias de su juventud, articulando filosóficamente sus intuiciones juveniles. La pregunta que recorre este período tardío es: ¿Qué significa ser noble, grande, hoy, en ausencia de la antigua nobleza, y sobre todo en ausencia de las viejas tablas del bien y el mal con las que hasta ahora se había elevado o degradado a la humanidad? O, en palabras de Zaratustra: “Yo os lo he quitado todo, Dios, el deber, —ahora tenéis que dar la máxima prueba de pertenecer a un género noble”. Como ha mostrado Peter Sloterdijk, en este período el pensamiento de Nietzsche se vuelve una filosofía “del acróbata” en la medida en que se centra en el desarrollo de estrategias para mantener la verticalidad espiritual sin recurrir a la religión cristiana, creando “arribas” independientes de Dios que le permitan al individuo retarse a sí mismo y orientar su vida al crecimiento moral y espiritual. Más que nunca, la aspiración a la nobleza se distancia de aquella lectura que la considera un simple ejercicio de elegancia o un ocioso experimento mental. Es un desafío existencial: está en juego la salud, la fuerza, el conocimiento y la vitalidad.
En esta época “lo aristocrático” se integra con algunas de las figuras más célebres de la producción nietzscheana: el superhombre, la voluntad de poder y el pathos de la distancia. Con ellas el concepto de nobleza adquiere una complejidad y una versatilidad dignas del precepto platónico de que las ideas deben referir simultáneamente a estados del alma y de la polis. Hay conceptos filosóficos, como el noúmeno de Kant, con una dimensión epistemológica; otros, como el contrato social de Rousseau, que remiten a la política; unos terceros, como la angustia de Kierkegaard, que son de naturaleza psicológica. En las obras de madurez de Nietzsche, el aristocratismo incluye a las tres categorías. Su alcance epistémico remite a la capacidad del filósofo de afirmar su voluntad de conocimiento como voluntad de poder y no como voluntad de verdad o de descubrimiento, resistiendo la autoridad de los doctos y los eruditos. Su dimensión política conlleva una afirmación de los sentimientos fuertes y afirmativos, así como el cultivo de un pathos de la distancia respecto a todo lo que es bajo, reactivo, rebaño, propio de los falsos poderosos y los falsos ricos. La vertiente psicológica se presenta como una forma de ennoblecerse, de elevarse ante las propias miserias y auto-superarse, es el “decir-sí-a-sí-mismo” que está en la raíz de la moral noble y al principio del superhombre. No está mal para un filósofo no sistemático. A partir de aquí Nietzsche consigue hilvanar y aunar su crítica política, psicológica y epistemológica bajo el umbral del desafío aristocrático.
En la vertiente política, Nietzsche se concentra en el pathos de la distancia como remedio a la doctrina de igualdad, la “idea moderna par excellence” asociada a las democracias liberales y la pérdida del referente vertical cristiano. Algunos comentaristas han querido ver en la hostilidad que Nietzsche muestra hacia las ideas democráticas el despuntar de una filosofía de la tiranía, una justificación irracional de la autoridad infundada. Nietzsche sugiere lo contrario: la tiranía reside en la igualdad. El problema central de las democracias modernas, según Nietzsche, es que su negación de las jerarquías crea sociedades enemigas de la distinción, las cuales, para el colmo, no evitan la imposición de jerarquías, ya que por todas partes se imponen los rangos de la mayoría: el dinero, el poder político al servicio de valores débiles, el esnobismo intelectual, etc. De este modo los débiles tiranizan los impulsos “fuertes” y los someten aprovechando su número y supremacía política o cultural, dando vía libre a sociedades enfermas, obsesionadas con la industria, la guerra, el miedo y los falsos poderosos. Según Nietzsche, dichas sociedades favorecen un clima de indistinción generalizada, una especie de nivelación del carácter en el que los individuos pierden su individualidad y que impide que los líderes sean verdaderos líderes. Cómo nadie se atreve a afirmar su propia autoridad, hasta aquellos que se encuentran en posiciones de mando deben proteger su mala conciencia refiriéndose a sí mismos como “ejecutores de órdenes más antiguas o superiores (de los ancestros, de la constitución, del derecho, de las leyes o incluso de Dios)” o presentándose como “primer siervo de su pueblo”, como “instrumento del bien común”, o en nuestra época como servidores de los accionistas, del mercado, o de la ideología reinante que fuera. “Un sólo rebaño y ningún pastor” clamará Nietzsche: la doctrina de igualdad se ha vuelto la mayor garante de la mediocrización general.
Estos motivos, acrecentados por la subida al poder de Bismarck y su posterior gobierno, que durará hasta el fin de su vida cuerda, provocarán que Nietzsche se muestre muy escéptico respecto al valor de la involucración política, pues considera que las democracias burguesas están condenadas a perpetuar afectos “plebeyos”, contrarios a la proliferación de una buena vida. Para el que no cree ni en la democracia, ni las revoluciones, ni en la viabilidad del socialismo o el anarquismo, la opción más saludable consiste, entonces, en cultivar un pathos de la distancia respecto a las bajezas de la vida política, particularmente en el caso de aquellos que no quieren renunciar al ideal aristocrático del perfeccionamiento de sí mismos. Uno no se rebela, no se intoxica: toma distancia. Esto no implica ser cómplice del llamado sistema dominante; al contrario, la disidencia de Nietzsche puede y debe ser entendida como complementaria a la de Étienne de La Boétie en su Ensayo sobre la servidumbre voluntaria, donde la liberación pasa ante todo por dejar de participar del poder que nos domina, sea este político, económico o social. Como colofón, cabe añadir que el pathos de la distancia no sólo permite al individuo purgarse de los afectos reactivos de la política moderna, sino también mantenerse receptivo a la posibilidad de una “gran política”, un concepto que Nietzsche trató tímidamente en sus textos tardíos y que dejó en gran medida sin articular. Sólo queda suponer qué hubiese podido representar: tal vez el intento de un escéptico de demostrarse que está equivocado, y que, a pesar de todo, es posible imaginar una forma de florecimiento colectivo en el que finalmente cada cual pueda desarrollar sus capacidades al máximo, sin importar las circunstancias.
En Mas allá del bien y del mal Nietzsche critica el impulso de verdad científico y la herencia de la filosofía Kantiana desde el punto de vista de la moral. Si para Kant la filosofía debe ocuparse del conocimiento y su relación con el mundo, el conocimiento queda en Nietzsche subordinado a la pregunta práctica por la buena vida. Al contrario que Kant, Nietzsche no cree en la existencia de una verdad o una realidad independiente del punto de vista, lo cual le libera del peso de la erudición y el ímpetu científico, y le lleva a cuestionar el valor del saber como bien en sí mismo. Si no hay conocimiento auténtico, ¿qué sentido tiene perseguir las quimeras de la verdad, de la realidad y el mundo objetivo? El único conocimiento válido es, simplemente, el conocimiento útil, si se entiende útil en su acepción más amplia y generosa: aquello que permite mejorar y refinar la vida, lo que muestra el camino hacia arriba del hombre, a nivel práctico, espiritual y moral, y que contribuye a la construcción de lo que es y ha sido siempre el único objetivo digno de perseguir: una existencia buena, vivible y disfrutable. Desde este punto de vista, la importancia de los especialistas científicos e intelectuales, a los que Nietzsche agrupa con el término “doctos”, queda reconocida, aunque disminuida varios eslabones. El saber y la ciencia pueden ser instrumentos poderosos, pero sólo eso: “un instrumento, no un fin en sí mismo”. El filósofo no puede rebajarse al paradigma del intelectual marginado en un nicho del saber: ha de permitirse ver con más ojos y más puntos de vista, ha de tener en cuenta los sentimientos —la citada “pausa de la razón”—, las ilusiones, las artes, la espiritualidad, el cuerpo, e incluso la ignorancia voluntaria: todo lo que pueda servir para nutrir su proyecto es bienvenido. A partir de aquí, la meta del filósofo no es conocer, pues qué más da cómo sea el mundo, y qué importan las discusiones eternas de los eruditos acerca de su esencia, su cognoscibilidad, de la verdad o la realidad, sino crear, marcar el “así debe ser!”, determinar primero “el hacia dónde y el para qué del hombre”: el resto es secundario. También en este sentido el filósofo está más cerca del poeta que del docto, pues entiende que la ficción, las ilusiones y la imaginación son las herramientas más poderosas de las que dispone para la creación de su obra artística más importante: su propia vida como modelo para los demás. Como señala Gilles Deleuze, para el que sigue a Nietzsche las categorías del pensamiento ya no son la verdad o la mentira, la realidad o las apariencias, sino lo activo y lo reactivo, lo noble y lo plebeyo. El conocer del filósofo ya no es ni descubrir ni encontrar, y mucho menos encontrar la verdad: “su ‘conocer’ es crear, su crear es una legislación, su voluntad de verdad es—voluntad de poder”.
Existe un aristocratismo político, de la moral y del conocimiento; también hay una nobleza psicológica. Igual que alguien se separa de los instintos reactivos de la sociedad igualitaria y de los doctos científicos, asimismo se supera a sí mismo distanciándose de aquellos afectos y disposiciones que podrían generar resentimiento y reactividad en el interior mismo del alma. El pathos de la distancia aplicado al espíritu implica “la configuración sin cesar de estados más elevados, extraños, lejanos, dilatados, extensos, en definitiva, la continua ‘auto-superación’ del hombre”. En este sentido el aristocratismo está ligado al problema del “superhombre” entendido como horizonte de posibilidad. El noble ya no quiere “conservar al hombre” sino superarlo, esa es la tarea adecuada para su temperamento poético: ofrecer las posibilidades adecuadas para el desarrollo de sí mismo, para poder mirar hacia abajo a los tipos anteriores de hombre y “sentirse separado de la masa y de sus deberes y virtudes”. Uno ya no puede guiarse por las antiguas virtudes, ni por la culpa, el pecado y el arrepentimiento cristianos, tampoco por el igualitarismo psicológico moderno, ese “nada importa” que precede al nihilismo. El reto consiste ahora en crear estados psicológicos superiores, otorgando importancia y valor a las cosas según las preferencias individuales de cada cuál, conspirando con personas, afectos y pensamientos que favorezcan la expansión de la propia vitalidad. Aquí entra en juego la importancia del egoísmo como estrategia de afirmación de lo que es individual y único, como reivindicación del valor de la propia perspectiva —una doctrina en la que Nietzsche choca de frente con las filosofías orientales del abandono de sí mismo, y la insistencia cristiana sobre la humildad como forma de elevación. Es un egoísmo, sin embargo, que poco o nada tiene que ver con la acepción popular del término: egoísta es, según Nietzsche, aquel que quiere maximizar su voluntad de poder, lo cual exige liberarse de la servidumbre al poder de los demás. Aquellos que persiguen el dinero y el poder no son verdaderos egoístas, sino filántropos confundidos que se dejan dominar por cosas cuyo valor ha sido atribuido por los demás.
De manera muy sugestiva, Nietzsche sugiere que la fortaleza interior, la altura y el refinamiento psicológico, reside no sólo en el espacio vertical que uno es capaz de crear, sino en la capacidad de mantener estados muy distintos en el interior del alma, en la multiplicidad de los afectos y temperamentos que uno es capaz de soportar. No se trata sólo de subir a la cima y mantenerse ahí, sino, como el acróbata, de aprender a subir y bajar, y contemplar la montaña de la personalidad desde un sinfín de perspectivas. La salud psicológica no reside en reiterarse en ser uno y el mismo, ni en afianzarse en una supuesta identidad personal, sino en poder ver y sentir con “multitud de ojos”, en cultivar y nutrir estados del alma distintos y ser capaz de mantenerlos simultáneamente. La filosofía de Nietzsche consiste en no detenerse o saciarse con un concepto fijo, ya sea una idea, un sentimiento, o una teoría, sino en actuar como un bailarín que añade y quita movimientos según las necesidades de su baile, a la manera de “Zaratustra el bailarín, Zaratustra el ligero, […] no un incondicional, sino uno que ama los saltos y las piruetas”. “Recorrer el perímetro entero del alma moderna, haber estado en cada uno de sus rincones —mi ambición, mi tortura, mi felicidad”, confiesa Nietzsche, el psicólogo del pluralismo. Un contemporáneo suyo diría: “Soy grande, contengo multitudes”.
Como un buen médico que receta para cada diagnóstico una medicina distinta, Nietzsche no se compromete con ninguna filosofía, ni con ningún “tú debes” eterno, sino que asigna una perspectiva a medida de cada situación particular: paso a paso y caso a caso. Cuando se sabe enfermo y asolado por los sufrimientos, tomará un poco de la moral estoica; en cambio, cuando se ve feliz y lleno de salud sabrá que ha llegado el tiempo de abandonar el estoicismo, esa filosofía que consiste en “tragar piedras y gusanos, trozos de vidrio y escorpiones, y en hacerlo sin disgusto alguno” y disfrutar de la felicidad crepuscular de Epicuro, a quien tanto amaba y de quien se sentía tan cercano. Si tras mucho estudio se ve en peligro de convertirse en un docto, rodeado de conocimientos solemnes y pesados, recordará la risa esencial del que sabe que no sabe nada. Ante los reveses del azar adoptará el punto de vista del amor fati (amor del destino), y afirmará el acontecer sin titubear, evitando que la culpabilidad y los remordimientos generen el veneno interior del miedo y el resentimiento. Hay que amar lo ocurrido, aunque haya sido fruto de la arbitrariedad o vehículo de un mal; o al menos hay que aproximarse tanto como se pueda a esta máxima imposible. El concepto mismo del eterno retorno puede verse como una teoría de la salud mental, en tanto que método complementario a la doctrina hedonista del dolor-placer, que permite ir más allá de lo inmediatamente deseable y abrazar una idea duradera de la vida bien aprovechada. El aristócrata, un derrochador por naturaleza, no ha de escatimar en perspectivas: hasta el punto de vista del cristianismo será ocasionalmente beneficioso, sobretodo para aquellos que necesiten aprender a verse dentro de una jerarquía ideal de las cosas como remedio a la doctrina de la igualdad.
El dilema de la interpretación
Con todo, la apuesta psicológica de Nietzsche ha sido rutinariamente desacreditada. No solamente porque él mismo acabó por volverse loco (a lo que cabría responder con su propia acusación a su época: “Todos quieren lo mismo, todos son iguales: quien se siente de otra manera se recluye voluntariamente en el manicomio”), sino por la grandilocuencia con la que escribía y se expresaba, en parte como técnica de liberación poética, en parte como estrategia aristocrática de afirmación de sí mismo. Bastan unos pocos ejemplos sacados de Ecce Homo: “Con [Zaratustra] le he hecho a la humanidad el mayor regalo que se le ha otorgado hasta ahora”; también: “Poseo, frente a todo cuanto hoy se denomina noblesse, un soberano sentimiento de distinción — no concedería al joven Kayser alemán el honor de ser mi cochero”, y aún: “El atacar es, en mí, una prueba de benevolencia y, en determinadas circunstancias, de gratitud”. Uno podría suponer que este es el resultado del aristocratismo, de tanta infatuación con lo grande y elevado: una tremenda egomanía. Demasiada afirmación de sí mismo y voluntad de señorío le hizo perder la capacidad de verse a sí mismo humanamente, como un ser frágil, mortal y prescindible. Sin embargo, Nietzsche también dejó ejemplos de una gran humildad y ternura espiritual, como atestigua uno de los aforismos finales de Humano, demasiado humano: “¡Qué importancia tiene el genio si no comunica a quién lo contempla y lo venera una tal libertad y altura de sentimiento como para no tener más necesidad del genio! Volverse superfluo —ésta es la gloria de todos los grandes.” Ambas visiones coexisten en su obra, ambas recorren su pensamiento como vetas complementarias. Se trata de un ejemplo más de la ambigüedad y la multiplicidad de significados que permea su filosofía. Es algo similar a lo que sucede con sus explosiones antidemocráticas y sus elogios de la fuerza y la autoridad, o de los gobiernos oligárquicos de la antigüedad greco-latina y del antiguo régimen europeo: uno no sabe, en estos casos, si tomar tales explosiones en un sentido literal o en el metafórico-poético. En realidad, la historia de la recepción de Nietzsche está repleta de polémicas acerca de su correcta interpretación. Dilthey opinó que debía ser leído en relación a la estirpe de los “filósofos de la vida”, como Carlyle, Emerson, Ruskin o Tolstoy. Heidegger consideraba en cambio que la interpretación correcta de Nietzsche era consistía en considerarlo un pensador metafísico en la tradición de Aristóteles. Derrida negó que fuese un metafísico y quiso ver en él un predecesor de la deconstrucción. Dada la enorme evolución que muestra el pensamiento de Nietzsche a lo largo de su vida, así como su afinidad con la provocación y la ambigüedad, y aún su tendencia a ofrecer puntos de vista distintos y hasta contradictorios sobre un mismo asunto, cabría decir, sin pretender exagerar, que toda lectura de Nietzsche presupone este problema. Nuestro caso no es una excepción. ¿Qué sentido hay que aceptar, qué interpretación es la correcta? ¿Hay que tomar el significado literal o el poético? ¿Se debe creer al apologista de la nobleza estamental o al ingenioso constructor de metáforas espirituales, hay que privilegiar la interpretación de Nietzsche el psicólogo egomaníaco o la del sutil proponente de la superfluidad personal?
Estas preguntas, por interesantes que resulten, están mal planteadas, o al menos hay motivos para sospechar que Nietzsche sugeriría otras distintas. Si Dios está muerto, si no hay una verdad trascendental, tampoco puede hablarse de lecturas “correctas”, o de interpretaciones “auténticas”. En un régimen perspectivista, en el que no hay una única verdad central, la pregunta más adecuada es: ¿Qué es una lectura fuerte, afirmativa, es decir, aristocrática? Harold Bloom solía hacer hincapié en algo similar, pues reconociendo la imposibilidad de las lecturas objetivas o “desinteresadas”, insistía en la importancia de los strong misreadings, o las “malas lecturas fuertes”, es decir, aquellas en las que el lector es capaz de apropiarse del texto, e imponer su interpretación por encima de otras más convencionales o típicas. Nietzsche mismo dejó esbozada una teoría de la interpretación, en un breve ensayo sobre el proceso de traducción incluido en La gaya ciencia. En este texto, Nietzsche explica que cuando los poetas de la roma imperial, como Horacio o Propercio, traducían a autores griegos del período arcaico, no les preocupaba ser fieles al significado original de los textos. Si se molestaban en traducir esos poemas, dice Nietzsche, no era motivados por un impulso anticuario de conservar el pasado, pues “lo pasado y lo extraño les era desagradable”, sino porque sentían que esas obras aún tenían algo que decirles, que tenían valor en relación a los desafíos y preocupaciones de sus propias vidas. Según Nietzsche, esas traducciones parecen preguntarnos: “¿No debemos convertir lo antiguo en nuevo para nosotros y colocarnos a nosotros en él? ¿No debemos poder insuflar nuestra alma en este cuerpo muerto? Porque muerto está: ¡qué feo es todo lo muerto!” Estas líneas sugieren que lo importante en una interpretación no es rastrear, en aras del espíritu histórico, los supuestos significados originales de los textos, sino tratar de reanimar esa “eterna vitalidad”, en una suerte de guerra estética contra la muerte. No se trata de desempolvar una vieja reliquia, sino de interponerse en la obra como aquel que realiza una conquista.
El lector iniciado en las prácticas de la elevación no tiene miedo a la infidelidad, porque sabe que no hay tal cosa como una lectura fiel, tan sólo lecturas aristocráticas. Al debatirse entre el significado literal y el metafórico, recordará la máxima filosófica-poética según la cual las palabras no son más que metáforas que hemos olvidado que lo son: todos los sentidos son metafóricos. Entenderá que su labor no consiste en emprender una búsqueda imposible del significado auténtico de los términos, sino en acordarse de sí mismo y de sus preferencias creativas, para lo que le será imprescindible aprender a leer por encima de las señales convencionales, a elevarse sobre las acepciones comunes y gregarias y captar los matices poéticos que pueblan las alturas. Ante la supuesta objetividad intelectual, aprenderá a leer interesadamente, al tiempo que refina sus “intereses”—la única métrica es la buena vida. Entonces, cuando encuentre algún fragmento todavía demasiado plebeyo, demasiado enraizado a la tierra, cultivará la capacidad de decir “¡no, gracias!” y volver a alzar el vuelo: sabrá así evitar el emponzoñamiento de la crítica, de los “peros” infinitos que generan resentimiento. Recordará también la naturaleza múltiple de lo aristocrático. La nobleza se determina no por la adhesión incondicional a un mensaje o a una lectura sino por el número y la diversidad de interpretaciones que un individuo pueda soportar y cargar consigo, por la multitud de perspectivas y “ojos” con los que sea capaz de ver un mismo reto literario, sin rendirse a la necesidad de tiranizar unas por encima de las otras. Se ha de saber mirar desde arriba y desde abajo, desde los lados, con ojos europeos, africanos y asiáticos, metafísicos y deconstructivos, con la solemnidad canónica y la picaresca vanguardista, permitiendo que unas miradas se comuniquen con las otras con el refinamiento propio de una reunión cortesana. El Nietzsche elitista, el emancipador, el antidemócrata, el metafísico, el artista de la vida, el filólogo erudito, el poeta, el demente, el tradicionalista y el filósofo del futuro no son excluyentes: todas estas interpretaciones pueden convivir en un alma lo suficientemente grande. “Justo eso significa grandeza: el poder ser tanto múltiple como íntegro, tanto vasto como pleno”.