Hace veinte años, una académica canadiense llamada Linda Hutcheon, que había alcanzado cierta notoriedad gracias a sus estudios sobre la posmodernidad, reconocía que el movimiento intelectual y artístico al que había dedicado su carrera era un asunto gastado que ya no describía la realidad del presente. “Admitámoslo, se ha acabado.” Según Hutcheon, la posmodernidad había terminado al final de los noventa, y le parecía que era hora de ir pensando en una nuevo término con la que conceptualizar el clima cultural de principios del siglo XXI.

Se trataba del año 2002, apenas meses después del atentando del World Trade Center en Nueva York y no mucho más tarde de que Jean Baudrillard, el gran sociólogo posmoderno, dijera infamemente que las torres “habían caído por su propio peso semiótico”. La televisión, que había ocupado una posición tan privilegiada en los análisis culturales posmodernos, cedía su soberanía mediática a internet; la geopolítica a gran escala volvía al escenario global después de la supuesta pausa de los años noventa y del muy socorrido “fin de la Historia”; el cambio climático ya era una realidad de masas (Al Gore hizo la primera gran campaña verde en el 2000), y los libros, películas, edificios y eslóganes posmodernos, tan disruptivos en su día, comenzaban a parecer gastados y polvorientos, como si estuviesen demasiado anclados a un tiempo que se iba.

Pero, ¿qué había sido la posmodernidad? Por conveniencia, al inicio de este artículo se la ha llamado un “movimiento intelectual y artístico”, pero una búsqueda preliminar evidenciará que no hay acuerdo acerca de si se trata de un movimiento, un período cultural, o tan siquiera de un “estadio discursivo”, pues dependiendo de la fuente consultada encontraremos una definición distinta. En cuanto a su contenido conceptual, puede verse relacionada con aproximaciones teóricas tan dispares como la deconstrucción (que se refiere a la filosofía de Jacques Derrida y sus discípulos), el posestructuralismo (que incluye a Derrida pero también a la filosofía inspirada por pensadores estructuralistas como Michel Foucault, Roland Barthes o Julia Kristeva, que ni siquiera lo fueron siempre), la famosa “French Theory” (a la que se suman los precedentes y se añade, entre otros, a un nietzscheano como Gilles Deleuze, que a menudo sostenía lo opuesto de sus colegas), y así hasta llegar al término Posmodernismo, que parece incluir lo anterior más un seguido de ideas provenientes de la Escuela de Frankfurt, de la biopolítica italiana y de la recepción americana de la llamada filosofía continental.

El problema se intensifica notablemente al darnos cuenta de que la posmodernidad y el posmodernismo son términos bastante intercambiables, es decir, que no está muy claro que sean cosas distintas. Sin embargo, ambos se definen respecto a dos nociones completamente diferentes: la “modernidad” y el “modernismo”. La modernidad es un concepto extremamente complejo en torno al cual apenas hay consenso, salvo quizás en que es un proceso globalizador, urbanizador y racionalizador que empieza en algún momento entre los siglos XIV y XVII y que tiene que ver en mayor o menor grado con el capitalismo, el imperialismo europeo y el estado nación; el modernismo, en cambio, es un movimiento artístico y literario de principios del siglo XX, más o menos bien definido, de carácter irracionalista, elitista y vanguardista, que tiene la desventaja de no ofrecer una discontinuidad clara con el arte y la literatura estrictamente posmoderna de los años 70 u 80.

De lo anterior se desprende que posiblemente la posmodernidad no fuese más que una etiqueta con la que tratar de comprender procesos y conceptos de una gran complejidad, reduciendo una diversidad enorme de posturas y opiniones a una marca asimilable por un público de masas y una generación de estudiantes con un nivel de erudición significativamente más bajo que el de sus predecesores. Desde un punto de vista sociológico, es incluso posible que la invención del concepto “posmodernidad,” como agrupación de todos los procesos y teorías descritas anteriormente, fuese una operación orquestada por la academia americana (aunque con complicidad europea) mediante profesores como Hutcheon, que necesitaban un producto fresco y atractivo que vender a unos estudiantes jóvenes cada vez más desinteresados en un humanismo oxidado, o, como dicen las malas lenguas, un marco teórico con el que evitar la irrupción de un marxismo más politizador en la vida intelectual estadounidense.

Pero aceptemos el marco convencional para proseguir el argumento. La posmodernidad, tal como se la describe comúnmente, denota una inclinación por el nihilismo, el sarcasmo, la ironía, el multiculturalismo, el relativismo, la reducción de la realidad al lenguaje, y sobretodo, un fuerte escepticismo (más en forma de sospecha que de duda) ante la racionalidad, la fe en la objetividad científica y las grandes narrativas de la modernidad, en las que se incluyen tanto los discursos acerca del progreso humano como las filosofías sistemáticas de pensadores como Descartes o Kant. Aunque hoy en día parezcan actitudes pasadas de moda o estrategias inútiles para hacer frente a los problemas del mundo contemporáneo, las lecciones del posmodernismo fueron muy importantes en su momento, ya que permitieron a toda una generación liberarse del dogmatismo del “establishment intelectual” y empezar a hacer preguntas acerca del rol de las mujeres en la historia, del papel del racismo sistémico en la sociedad occidental, así como abrir la puerta a indagaciones acerca del carácter político, económico y social de la ciencia. Para esa generación de estudiantes, disponer de las herramientas teóricas para deconstruir un concepto o entender las relaciones de poder que lo regían era como tener un superpoder que permitía a un simple universitario criticar siglos enteros de tradición y, al menos aparentemente, abrir el mundo a nuevas posibilidades. Pero a medida que el escepticismo emancipador de la posmodernidad fue ganando terreno y estableciéndose él mismo en la actitud dominante, se convirtió en un dogmatismo negativo, es decir: sacralizó tanto la desconfianza de todo dogma que hizo de ella un nuevo dogma. Para cuando llegaron los años 2000, el escepticismo posmoderno se parecía más a la retórica de un negacionista del cambio climático o a un teórico de la conspiración que a la actividad mental de un profesor universitario.

Si de esto se veían signos hace dos décadas, hoy la situación es difícil de ignorar. En la academia —en las humanidades— el carácter posmoderno lleva tiempo institucionalizado, petrificado en forma de un sistema que conduce a estudiantes e investigadores a repetir una y otra vez maniobras intelectuales que tienen medio siglo de antigüedad. Actualmente, una monografía que explique (me lo invento) que la corrupción en Brasil es en realidad un producto del neoliberalismo y el colonialismo blanco puede parecer necesaria y útil, pero admitámoslo, también común y predecible. Además, el carácter anti- universalista y relativista de la posmodernidad (siempre de acuerdo al relato convencional que se hace de ella) impide que se hagan generalizaciones del tipo “la literatura” o “la homosexualidad” que nos permitan estudiar fenómenos

sociales de forma agregada, a través de culturas y épocas distintas, pues el razonamiento genealógico/deconstructivo propio de este tipo de discurso lleva casi siempre a una conclusión del tipo “[…] no existe “la literatura” o “la homosexualidad” en general, sino manifestaciones literarias o homosexuales particulares a un momento y lugar histórico determinados[…]”. Esto no es solo un problema académico, que provoca que los investigadores universitarios se marginen a sí mismos en problemas cada vez más especializados e irrelevantes, sino que lleva consigo un ethos intelectual que vuelve a nuestros mejores pensadores en simples expertos, tal vez útiles para la academia, pero completamente incapaces de abordar problemas como el cambio climático, la inestabilidad geopolítica o la desigualdad global, que obligan a adoptar una perspectiva que sea lo más ancha posible.

En el mundo del arte profesional la situación no es mucho mejor. La ironía posmoderna más que inteligente parece cínica; la experimentación formal y lo fragmentario han conseguido alienar del todo a un público ya entumecido (¿a quién, excepto a unos cuantos millonarios y estudiantes, le importa realmente el arte contemporáneo?); y el pretendido espíritu rebelde que se respira en casi todos los museos y galerías occidentales, es decir, aquello de “esta pieza pretende desafiar/cuestionar las convenciones de…”, no es otra cosa que el más estricto mainstream. En las revistas o medios digitales, los críticos culturales que emplean términos o retórica oscurantistas ya no impresionan a nadie, y, en las redes sociales, los intentos de americanizar a la audiencia mediante pretendidas llamadas a la diversidad y el respeto por otras culturas empiezan a resultar difíciles de tragar, al menos para una audiencia no americana. En el campo de la literatura no parece que nadie lea actualmente a Robbe-Grillet, a menos que sea para hacer un trabajo universitario, y una novela en su momento tan disruptiva y fresca como Rayuela, de Cortázar, es hoy en día infumable. En cuanto al perspectivismo posmoderno más propio de la cultura pop, parece adecuado afirmar que ha perdido su vigor y liberalidad inicial, habiendo desembocado en lo que el arquitecto Rem Koolhas sintetizó con el eslogan “everything goes, nothing works”, es decir: todo vale, nada funciona.

Desde la universidad y otros nodos de investigación se ha intentado, a lo largo de las dos décadas pasadas, dar respuesta a estos problemas mediante la búsqueda de una alternativa a una posmodernidad que, de acuerdo con la afirmación de Linda Hutcheon, había muerto y necesitaba sustituto. La retahíla de nombres y títulos que han inventado para abordar la cuestión no deja de provocar cierta risa: hypermodernismo, posposmodernismo, altermodernismo, pseudomodernismo, automodernismo, y, el mejor, digimodernismo, cuyo autor probablemente no cayó en que su término suena a anime japonés. No ha faltado quien ha intentado cambiar las cosas con lo que los académicos llaman “un giro”, que es algo así como un cambio de paradigma en la forma de hacer investigación. Muchos, creyendo que el “giro lingüístico” de los años cincuenta es el origen de todos los males de la posmodernidad, han tratando de revertirlo con otros giros: los ha habido religiosos, corpóreos, visuales, afectivos, especulativos, espaciales, pragmáticos, cotidianos, ontológicos y empíricos, entre otros muchos, pero ninguno ha logrado alcanzar la popularidad necesaria para erigirse como sistema dominante. Con todo, el delirio no ha sido en vano, pues por fin comienza a perfilarse una nueva etiqueta hegemónica: el concepto del Metamodernismo o la Metamodernidad (igual que sucede con posmodernismo y posmodernidad, parece ser que son términos bastante intercambiables), que ya cuenta con varios estudios, artículos y libros académicos dedicados a su existencia.

El metamodernismo, que si resulta menos risible que los términos anteriores es únicamente gracias al consenso del que goza, fue propuesto a principios de la década pasada por Timotheus Vermuelen y Robin van Der Akker, dos estudiantes de doctorado holandeses. Según ellos, el metamodernismo es un tipo de discurso (y no un período o estadio cultural), que supera al posmodernismo y permite abordar sus principales problemas. Sin embargo, no estamos ante una ruptura radical con el pasado, pues tal como lo describen los autores neerlandeses el metamodernismo no es un concepto enteramente nuevo, sino que oscila entre el optimismo y la fe en la razón de la modernidad y la ironía y el escepticismo posmoderno (en este caso, la partícula meta- no significa “más allá de la modernidad”, como en “metafísica”, sino “entre”, entre la modernidad y la posmodernidad). Vermuelen y van Der Akker explican como la insatisfacción con la retórica posmoderna y su falta de herramientas teóricas útiles para afrontar los grandes retos del momento les llevaron a teorizar este nuevo concepto, que encapsula su sentir y supuestamente el de una nueva generación de críticos y académicos. De acuerdo con su propuesta, sólo un discurso que adopte consignas y estrategias de la modernidad sin rechazar las lecciones de la posmodernidad podrá ser capaz de abordar seriamente los desafíos del presente, sean políticos, artísticos o culturales.

En un sentido sociopolítico, esto implica recuperar grandes narrativas ideológicas (el socialismo a la Bernie Sanders, para evitar un ejemplo más cercano) o la fe en la validez de la ciencia, sin olvidar que ambas están humanamente determinadas y no son nociones eternamente verdaderas o leyes de hierro de la historia. Es decir, la diferencia respecto a la posmodernidad es que aquí no se trata tanto de desentrañar si algo es una ficción o no, sino en preguntarse en qué consiste una buena ficción. En el campo de la estética, Vermuelen, van Der Akker, y otros críticos afines a ellos han identificado rasgos metamodernos en distintas obras del siglo XXI que han abandonado, al menos en parte, la ironía posmoderna para permitirse explorar tonos más sinceros o incluso sentimientos neorománticos (o sea, romanticismo sin perder del todo la autoreflexividad), como por ejemplo el cine maduro de Almodóvar, las películas de Wes Anderson, o la pintura de Tracey Emin. Los autores se apoyan asimismo en el crítico de arte Jerry Saltz, a quien le gusta explicar que desde hace unos años ve a artistas jóvenes alejarse de la deconstrucción y el pastiche y dar pasos hacia a la reconstrucción de la idea de tradición y la creación de nuevos mitos. En la literatura podría verse un predecesor claro: Gabriel García Márquez, pues sus mejores hipérboles ofrecen simultáneamente un efecto irónico y mitificador: no hace falta más que leer El amor en los tiempos del cólera para entender en qué puede consistir una novela neorómantica. En cuanto a la filosofía, la metamodernidad va asociada a las novedades que más bombo publicitario han tenido en los últimos años, a pesar de que sólo son leídas por expertos, es decir, el llamado realismo especulativo, el nuevo realismo o el nuevo materialismo. Habrá que ir con cuidado si no se quiere meter, de nuevo, posiciones notoriamente dispares en un mismo saco.

Vermuelen y van Der Akker no han sido los únicos en conceptualizar este nuevo “tipo de discurso”, y como era de esperar, no todos los que han hablado del metamodernismo lo han hecho en el sentido que ellos pretendían. Algunos han preferido en cambio acudir al novelista David Foster Wallace, que a finales de los noventa trazó los contornos de la conocida como “nueva sinceridad”, que no consiste tanto en recuperar la fe en la modernidad como en rechazar la ironía posmoderna en pos de una sinceridad emocional casi infantil, aún a riesgo de parecer naíf o poco sofisticado. Pero la primera crítica fuerte llegó en 2020, cuando Jason Ānanda Josephson Storm, un profesor de religión norteamericano, publicó un libro en el que negaba que la metamodernidad oscile entre la modernidad y la posmodernidad, y prefería definirla como algo que supera a ambas. El libro en cuestión se llama Metamodernism: the Future of Theory, y aunque es muy académico y bastante arrogante (a ratos parece que el autor declare haber descubierto la panacea intelectual del siglo), es el mejor y más completo estudio del que se dispone, y su recepción inicial hace pensar en que probablemente se convertirá en el manual de referencia para estudiar la metamodernidad. Con todo, uno se pregunta si es prudente hablar de movimientos, discursos o teorías que superan a otras. En realidad, la historia del pensamiento es algo bastante cómico; las teorías, los discursos y los movimientos se suceden los unos a los otros mediante grandes disputas, pero luego nada se impone claramente. Por ejemplo, en el campo de la filosofía ahora parece que toca ser materialistas y realistas, pero hace unos años todo el mundo era idealista, y de aquí otros tantos seremos otra cosa, y no pasará nada. Lo mismo va para una metamodernidad que quiere imponerse tanto a la modernidad como la posmodernidad, aunque es muy probable que ella misma quede “superada” pronto o incluso simplemente ignorada o relegada a un público especializado.

A pesar del entusiasmo que pueda suscitar vislumbrar una salida de la posmodernidad y los problemas asociados a ella, habrá que ver si el tiempo justifica la atención que el nuevo término está recibiendo. Hay motivos para ser escépticos: es fácil que “metamodernidad” suene a rizar el rizo, igual que los términos “hypermodernidad”, “automodernidad” y compañía, y por mucho que lo diga Hutcheon, no está claro que sea especialmente útil contar con una etiqueta para definir el nuevo momento cultural o “modo discursivo”. Al contrario, podría ser que, lejos de obtener un concepto con el que entender la cultura contemporánea, estuviésemos atándonos voluntariamente a una idea estática, únicamente útil para que académicos y periodistas culturales puedan reducir la complejidad enorme del presente a una marca que suena a profundo. O del mismo modo, podría tratarse de otra palabra hueca que se usa para adornar un discurso, como los adjetivos “neoliberal”, “progresista” o el mismo “posmoderno”, palabras que suelen emplearse para evitar ponerse a pensar rigurosamente. A todo esto se suman los problemas preexistentes de definición: si apenas hay acuerdo acerca de qué es la modernidad o la posmodernidad, ¿es realmente productivo escoger esa raíz para nombrar el que ha de ser el primer gran ethos del siglo XXI? Por último, ¿está realmente tan “acabada” la posmodernidad como creía Linda Hutcheon? Cualquiera que use Instagram o Twitter sabe que abundan los perfiles de memes “posmos”, y, a pesar de haberse institucionalizado, las teorías posmodernas siguen seduciendo a nuevas generaciones de estudiantes universitarios, ya que son percibidas como la opción teórica más radical: todo el movimiento queer y gran parte del feminista tiene sus raíces intelectuales en la posmodernidad, y lo mismo va para ciertas propuestas ecologistas y el revisionismo poscolonial. Pero, siendo estrictos, ni tan sólo lo que llamamos modernidad llegó a morir del todo, ni siquiera durante los años más fuertes del escepticismo posmoderno. Como explica el propio Storm, las famosas grandes narrativas y la fe en la objetividad empírica podían estar acabadas en la academia o en ciertos círculos intelectuales, pero seguían vivitas y coleando para científicos, políticos y la mayoría de la gente de a pie, que frecuentemente recurrían a mitos acerca del progreso, la democratización o la secularización para justificar sus proyectos de investigación, programas electorales y vidas privadas.

¿Ha terminado la posmodernidad? ¿Ha comenzado la metamodernidad? Sólo el tiempo lo dirá. De momento, parece que lo más probable es que no se traten tanto de períodos como de maneras de ver el mundo, y como tales, se solapen la una a la otra, igual que pasó con el romanticismo, la ilustración, el barroco, el renacimiento, la escolástica… y así hasta Homero y la Biblia. Nos guste o no, todos los “discursos” del pasado viven en nosotros: es la manera en la que todas las épocas son contemporáneas.