Cuando se habla de Boris Johnson, al menos en Inglaterra, la conversación suele adquirir una dimensión moral, una óptica personalista. Para criticarle no se emplean los argumentos que se usan para hablar de otros políticos, apenas se habla de las medidas de su gobierno ni de su posición ideológica, sino esencialmente de si es buena o mala persona, de si es un mentiroso, un charlatán, un bufón o si en el fondo es simplemente un tipo distraído con buen corazón. Los que le apoyan creen que sus extravagancias (en el parlamento, en sus mítines, en la televisión) corresponden a una sensibilidad que está al margen del establishment político, a un dirigente que no esta hecho de la misma pasta que los grises tecnócratas que forman su ejecutiva, y que por tanto gobierna para el pueblo. Sus detractores piensan que es la personificación de la fraudulencia, y que de ser Johnson un poco más íntegro, la democracia inglesa funcionaría mucho mejor. Y es posible que ambos grupos tengan parte de razón, pero en última instancia los dos enfoques confunden síntoma por causa.
La flaqueza principal de las dos posturas es que comparten una visión exaltada del político como individuo aislado, atribuyendo la totalidad de los males o beneficios del gobierno a los atributos morales del primer ministro, cuando en realidad estos no son más que una espuma en la superficie del funcionamiento real del poder. Que Johnson no comparta el look ni los códigos de conducta de los miembros del parlamento no le convierte en un aliado del pueblo; y que sea mentiroso o falaz no es un problema individual, sino de un partido y un sistema mediático complice que ha tolerado e incluso recompensado dichos comportamientos mientras ha interesado. La ilusión de que Johnson “va por libre”, de que está por encima de las convenciones y fórmulas del poder, y que por tanto hay que juzgarle individualmente, es el truco más efectivo de su legislatura y el error en el que caen tanto los que le ensalzan como los que le censuran.
Para entender la talla de la ilusión, se deben desmontar cuidadosamente los juicios personalistas que se han constituido tanto a su favor como a su contra. El primero, la creencia de que Johnson tiene una orientación independiente, anti-establishment, proviene de su etapa como alcalde de Londres y se alarga más allá de su reciente salida del gobierno el pasado 7 de julio. Desde su tiempo en la alcaldía, Johnson se ha dedicado a construir, con gran habilidad y talento, un aura de bufón campechano que no sólo no se alinea con las formas de la burocracia ni los códigos culturales de las élites, sino que ha constituido su temperamento en oposición diametral a estas. El éxito de dicha imagen se basa en ese “es como nosotros” (he is just like us) que tan bien le funcionó a Trump, es decir, en transmitir la impresión de que en última instancia Johnson es un inglés típico, que entiende el pueblo porque es el pueblo y que, mucho más que participar en los circuitos del poder global lo que le gusta de verdad es tomarse una pinta en el pub local o compartir una taza de té con los periodistas a las cinco de la tarde.
Esta percepción no corresponde a la realidad de los hechos, ya que Johnson pertenece indiscutiblemente al establishment, tanto por cuna como por trayectoria: es hijo de un diplomático proveniente de una familia acaudalada, se educó en Eton, la escuela privada de las grandes élites inglesas, estudió clásicas en Balliol, uno de los colleges más selectos de Oxford y desde muy joven se ha codeado con los individuos más poderosos de la sociedad inglesa, patente en el enorme apoyo político y financiero del que ha gozado haste el último momento entre los billonarios del país. El hecho de que no parezca ser típicamente establishment no se debe tanto a que esté al margen de los de los poderes fácticos, sino a que los conoce tan profundamente que es capaz de subvertir sus códigos. Ocupar tal posición de poder sin aparentar ser el poder denota un inmenso privilegio, un gran conocimiento de la tradición de la upper-class británica y sus entresijos, y no al contrario.
Los que han sucumbido al embrujo de que Boris Johnson es un político anti-establishment que va por libre han perdido de vista que mientras él hacía el payaso frente a las cámaras, sus tecnócratas (ministros y otros miembros de gabinete), los mismos que ahora se despedazarán para sustituirle al mando del Reino Unido, han estado aplicando medidas de austeridad en lo económico y represivas en lo social, en un mandato en el que se han recortado libertades civiles y personales que se creían aseguradas, como por ejemplo la aplicación de un equivalente a la “ley mordaza”, la ley regulando los settlers, que atenta directamente contra las minorías rom, o la reducción del servicio de salud pública a mínimos, incluso en tiempos de pandemia, cuando los sanitarios públicos le salvaron la vida. Lejos de ejercer de primer ministro para aquellos que se consideran igual que él, se ha dedicado a gobernar por y para las élites del país.
El segundo juicio personalista, el de sus detractores, consiste en la creencia de que la podredumbre de su premiership se explica a partir de su fraudulencia moral como individuo. Estos críticos, provenientes en su mayoría de su propio partido y de medios de comunicación de orientación centrista-liberal, consideran que los males de la actual legislatura tienen su origen en la ausencia de integridad y responsabilidad de Johnson. Tales explicaciones, por seductoras que puedan resultar, no se sostienen si se analiza su larga trayectoria en política. Hace tiempo que se conocen sus trucos, que se sabe que fue expulsado del Times por inventarse una cita; así como que en la oficina de asuntos extranjeros dejó una estela de compañeros que le reprochaban su incompetencia e ineptitud voluntaria, junto con una total falta de comprensión geopolítica; o que como alcalde de Londres entregó la ciudad al dinero de los oligarcas rusos, fue acusado de comportamiento inadecuado con una trabajadora de su oficina y derrochó fondos públicos en múltiples proyectos diseñados para engrandecer su ego. Lo cual no es nada comparado con su campaña a favor del Brexit (del que, antes de que fuese una posibilidad electoral, nunca demostró estar convencido), que condujo a golpe de mentira, cada cual más viciosa y dirigida contra los grupos más vulnerables de la sociedad.
Sus falsedades, trampas y engaños llevaban tiempo siendo vox populi, pero su partido decidió ignorarlas por el simple hecho de que Boris Johnson es una máquina de ganar elecciones, como demostró en las últimas generales, cuando otorgó a los tory la mayoría más amplia desde el primer gobierno de Margaret Thatcher en 1979. Es decir, la corrupción moral de Johnson no sería posible sin la complicidad de un partido y unos medios que la han consentido largo tiempo mientras se alineaba con sus intereses y ahora, cuando las encuestas indican que el laborista Keir Starmer tiene las de ganar, hunden el puñal. El daño que sus mentiras y manipulaciones han causado, tanto a nivel político como social, debe atribuirse tanto a él a título personal como al sistema que durante muchos años ha recompensado y en cierta medida configurado su comportamiento. Por tanto, creer que se pueden reducir los escándalos perpetrados durante su legislatura a su insuficiencia ética corresponde a una interpretación muy limitada de los hechos, que confunde un problema estructural con uno personal. Con esto no debe entenderse que es irrelevante quien sea el primer ministro: es muy posible que otro dirigente sea menos nocivo para la salud política del país, pero pensar que relevando a Boris Johnson se solucionarán los problemas de la democracia inglesa es lo mismo que creer que tomando ibuprofeno se puede curar una pierna rota.
Lo que hay que señalar, en definitiva, es la insuficiencia (además de la hipocresía) de la crítica moral y personalista que desde hace meses ha dominado el debate acerca de su dimisión, tanto en las emisiones de la BBC o la LBC como en la mayoría de charlas informales sobre política durante los últimos meses. El problema de Johnson no es que haya organizado fiestas durante la pandemia, o que sea un tipo fraudulento, sino las leyes concretas hechas por y para la élite del país. Su corrupción moral no es un asunto individual, sino un fenómeno consentido e incluso animado por un partido y unos medios cómplices que le han apoyado cuando les ha convenido. El gran éxito del gobierno de Johnson ha sido conseguir crear una visión exaltada del rol del primer ministro en la política como un individuo que existe al margen de sus circunstancias, o en otras palabras, perpetuar la creencia de que la historia es hecha por unos pocos líderes que hacen y deshacen el destino de la humanidad, en vez de instituciones y fuerzas sociales y económicas de mucho más impacto y calado.