Por un lado necesitaba creer que lo que hacía y sentía era incomprensible, incomunicable. En cierto modo era así, todas las cosas que importan, incluso las que no importan, son, cuando se miran de cerca, incomprensibles, incomunicables, siempre que avanzamos suficiente terminamos sin entender nada y al fin y al cabo qué queda al agotar el camino. Sin embargo, lo contrario también era cierto. Mi situación era, bien mirado, fácil y común, mis problemas relativamente triviales, y, en su mayor parte, bastante sencillos de explicar.

Por un lado, estaba viajando sólo y sin rumbo, sin más compañía que una mochila y un petate, escribiendo notas de todo lo que veía; tal como habían hecho Orwell, Kerouac, el Ché, antes que yo. Llevaba el pelo largo y hablaba con los niños y algunas noches compartí sopas calientes con granjeros de pelo escarchado. Miraba las estrellas. Y al mismo tiempo, no era sino uno más en la larga fila de veinteañeros europeos que al terminar la universidad, el máster, ya se sabe, andábamos de viaje, al sudeste asiático, en busca de pruebas de que la vida era real (es decir, incomprensible e incomunicable), atemorizados por la premonición de que el evangelio de nuestra época —follow your dreams, live authentically, become your best self, (un evangelio que nos repetíamos en inglés, como si bastase para darle ese punto extra, para convencernos de que no había sido dictado por nadie como nosotros, sino por una entidad externa a nuestra experiencia, superior a ella)— estuviese tan vacío de significado como el de las generaciones que nos habían precedido, o tal vez más. Pasaba en Instagram, en la red. Estaba en todas partes. Sacábamos fotos idénticas. Mentíamos sobre la procedencia de nuestro dinero (decíamos que nos lo habíamos ganado). Comprábamos billetes de avión a través de los mismos comparadores de vuelos, nos registrábamos en los mismos hostales y circulábamos por locales que encontrábamos en las mismas páginas web —Ten bars to enjoy in Yangón, top three most authentic restaurants in Bangkok, five places to go out in Hanoi—, páginas con secciones siempre numeradas como para sugerirnos la impresión de que la tarea de viajar se podía convertir en una labor manejable, reducible a una experiencia empaquetada y etiquetada jerárquicamente, y acaso se hacía así.

Por un lado, había en ocasiones logrado salir del camino marcado —off the beaten path—, como en mis días en la bahía de Saigón, o la semana en Kom Tum, como ahora en China, ahora que estoy tan lejos y huelo las montañas. Vi los campos verdes; las tejas, siendo puestas una a una sobre las casas… Aquello me permitía volver al hostal con el cuerpo lleno de placer y el orgullo hinchado. Sin embargo por la noche oía zumbar todos los hierros de las literas al mismo tiempo y cuando pensaba en el día no podía dormir. ¿No era acaso esa la experiencia por antonomasia del turismo moderno? No había nada más turístico que evitar lo turístico, practicar la diferencia como packaging de lo alternativo, incorporándola directamente al sistema, el sistema. Y qué se podía hacer…

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Después de dos meses en el sudeste asiático había decidido ir a Kunming. Los turistas que había conocido durante este tiempo no solían ir a China, lo vi como otra oportunidad para separarme de la gente, del camino, de mí. Y tenía curiosidad. Quería ver el gran leviatán del siglo XXI. China era una maquinaria enorme, descomunal. Amenazaba con destruirnos a todos, a Occidente. Sabía que cuanto mayor fuese ella, menor me haría a mí, más incomunicable mi aventura, más incomprensible, y eso me llenaba de entusiasmo y esperanza. Estaba decepcionado con todo el resto, los viajes, las estelas en la mar… Tal vez lo próximo podía ser una experiencia auténtica, verdadera. Esperaba que una vez cruzase la frontera humeasen todas las fábricas, que hubiesen cámaras en cada una de las esquinas y que sus lentes reluciesen como el puño dorado de un Buddha. Me imaginaba como un barquero ante una ola de Tsunami que aún no ha roto, lleno de miedo y emoción. Quería ser registrado por un policía de ojos indiferentes y que guardasen mis fotografías en una base de datos indescifrable. Y ver las miradas grises de las masas y aspirar bolsas de polución a grandes bocanadas, y contemplar banderas rojas como la sangre de Mao ondeando en todos los edificios, contar estrellas amarillas en cada estación de tren.

Aterricé y pasé un control de pasaporte digital sin poder hablar con nadie. No hubieron registros. Me estamparon un sello rojo con la tinta corrida en el que se me daba permiso para quedarme un mes. Luego cogí el autobús para ir al centro. Por primera vez en dos meses avanzaba sobre asfalto regular, libre de baches. En el autobús pregunté cómo llegar a mi hostal y nadie me supo responder. Una vez bajé, la noche olía a jazmín y gasolina; los otros viajeros se repartían el equipaje y por lo menos quince motocicletas habían venido a recogernos. Parecía que aún estuviésemos fuera de la ciudad e intuí que eran taxis. Se armó un zafarrancho. Los conductores se peleaban por el equipaje y yo miraba el espectáculo con creciente emoción. Alguien intentó tirar de mi mochila, eso me gustó. Nadie hablaba inglés, eso también me gustó y empecé a imaginar el sentido de cada uno de los gritos, poco a poco hilvanando una historia. Me intentaron estafar con el precio de la moto hasta mi hostal, me estafaron un poco. Los billetes eran rojos y grandes, y llevaban la cara de Mao estampada y Mao parecía amable, como un abuelo miedoso.

Me hospedé en una habitación de un hostal en el centro en la que la mayor parte de las camas estaban vacías. Salía a pasear por la mañana y compraba cigarrillos con dibujos de dragones y el filtro carmesí, que fumaba en el parque. Kunming estaba llena de decepcionantes motocicletas eléctricas y viento blanco que surcaba los sauces llorones. Me sentaba en bancos de piedra y observaba a los profesores de Tai Chi, veía sus cabellos blancos demasiado cortos, demasiado concretos. Al acabar un cigarrillo encendía otro y así hasta que llegaba a los cinco, imaginando hacia dónde iría al despertar, luego, mañana. Y en esas seguía cuando volvía al hostal, contando las motas de ceniza que habían caído en mi camiseta, pensando en la comedia que había hecho de mi vida.

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Al director de la publicación me lo encontré dos días más tarde de haber llegado. Yo estaba sentado a la salida de mi habitación, en la planta baja. Había un patio con un par de bancos y plantas o jazmines o bambúes que subían hasta los baños del segundo piso. Una mujer alemana leía una revista a lo lejos, al lado de la puerta. Frente a la escalera un altavoz reproducía canciones de Manu Chao.

— Hi, do you have a lighter? — Oí el acento español, suave.

Me lo quedé mirando, un tipo alto, rubio, tal vez guapo. Los ojos verdes me eran familiares, el pelo lacio y la barba rala también. Me fijé en su mirada pasiva, sus manos firmes mientras tomaba mi mechero y encendía un cigarrillo con el filtro carmesí. Nos conocíamos, sí, habíamos compartido camino en el pasado, en Barcelona. Tomé yo también un cigarrillo tras reconocerle, y le miré fijamente mientras lo prendía y seguí mirándole. Ambos íbamos a unas sesiones literarias que se organizaban en un antro del centro, unas sesiones llevadas por un estudiante de antropología al que detestaba (en esa época detestaba a todos los estudiantes de antropología, de literatura, de historia, de filosofía, de sociología y sobretodo a los geógrafos, no tenían nada de incomprensibles ni incomunicables). Recuerdo el día que nos conocimos, un día que fuimos a una sesión sobre Hermann Hesse; la sesión procedió regularmente hasta que en el turno de preguntas un hombre se volvió contra el estudiante de antropología, después de que dicho estudiante de antropología afirmase, respondiendo una pregunta, que Hesse era un escritor menor, para adolescentes y novicios literarios, lo que provocó que el hombre comenzase a gritar, con la piel roja y las aletas de la nariz hinchadas “Tú sabes que Hermann Hesse estuvo diez, diez años mandándose cartas con un NAZI chileno. Un Nazi Chileno. Contra Hesse no se puede decir nada, es mi padre literario… mi padre”. Luego a la salida nos tomamos unas cervezas y me senté con el director de la publicación, el hijo de Hesse y un amigo suyo. Esperaba de veras que el hijo de Hesse dijese algo más, pero se quedó callado mirando fijamente la copa, hasta que se fue con su amigo, de modo que me quedé a solas con el director de la publicación. Fue entonces cuando me enteré que trabajaba en publicidad, que había hecho campañas para grandes bancos y también que era refugiado de la guerra de los Balcanes, lo que me pareció bastante incomunicable aparte de también probablemente incomprensible, y desde entonces nos llevamos bien y tomamos cervezas después de cada sesión, sin que eso implicase establecer una amistad.

Recuperamos la relación en Kunming. Fuimos a tomar una cerveza, cómo solíamos, excepto que esta vez era Tsingtao y no Estrella, y que hablamos de viajes en vez de literatura; él me contó que estaba de vacaciones solo, igual que iba a aquellas sesiones de literatura solo, ya hacía unos años que había descubierto que le gustaba viajar solo, y añadió que su tolerancia a la gente había ido disminuyendo con la edad; bien mirado era una persona bastante solitaria y aquello era en parte lo que me gustaba de él y probablemente lo que le hiciese incomprensible y quién sabe si también incomunicable. Me contó que tras llegar a China había tenido la idea de hacer otra edición de su publicación, una revista sobre la experiencia contemporánea del viaje, que ya había cubierto otros países como Marruecos o Brasil, una revista que según él no se publicaba ni semanalmente, ni mensualmente, ni anualmente, y que se llamaba recuerdo o reliquia o regalo, lo he olvidado. Le pregunté sobre qué trataría esta nueva edición y me respondió que aún no lo sabía, normalmente le era casi imposible escoger qué tema tratar, al contrario de la publicidad, dónde a uno le daban una propuesta y tenía que ceñirse a ello, de ahí que fuese un trabajo tan agradable. Pero estaba pensando, me dijo, en hacer una reflexión sobre la adaptación de la tradición a la modernidad en China, o tal vez lo dijo al revés, y luego me enseñó unas fotografías que había sacado en Pekín y en la gran Muralla, de unas personas que a pesar de estar mirando el móvil parecían estar rezando, y me preguntó qué pensaba sobre aquellas fotografías. Le respondí que me parecían muy bonitas, y que me gustaría ver como continuaba toda la serie, aunque en realidad lo que pensé era que a mí también me hubiese gustado rezar algo.

Acordamos viajar juntos un tiempo. A él le quedaban pocos días en China y yo no lo sabía, nunca lo sabía, así que empezamos por el sur, hasta Li Jiang, de donde un vuelo partía a Moscú y luego otro a Barcelona. Alquilamos dos motos a una vieja para ir hacia Li Jiang, él una Honda Win, yo una versión local que tenía más caballos pero se ahogaba en las subidas. No estábamos seguros de que las motocicletas fuesen legales, pero decidimos seguir al menos hasta que nos parasen. El director de la publicación llevaba un GPS e iba mostrándome el camino, señalando de vez en cuando al paisaje. Cada vez en cuando sacaba la mano y apuntaba hacia el horizonte con el dedo, se veían las sombras de unas montañas, tal vez las Himalayas, y antes de ella grandes valles verdes con campos de arroz. No terminé de identificar si señalaba la grandeza del paisaje o indicaba alguna cosa particular, o tan solo nuestra dirección que parecía extenderse más y más hacia el norte. Conducíamos muchas horas y al final dejé de preocuparme por el paisaje, a pesar de que el director de la publicación seguía señalando a lo lejos de vez en cuando. Fijé la vista en su luz trasera y me dediqué a seguirle, sin pensar en nada excepto en el hecho de haberme encontrado a otro Barcelonés en China, en si era algo incomprensible (a pesar de que fuese comunicable), o si por el contrario, el estar hablando español y tener un compañero de viaje hacía el viaje mucho más evidente, es decir, comprensible y comunicable. Los coches nos adelantaban y a menudo incluso los camiones, y teníamos que quedarnos escorados en el margen derecho y apretar los puños, sobretodo si venían del sentido contrario. Pasamos por distintas poblaciones con casas blancas, y en una de ellas paramos a comer. Desde que había llegado a China toda la comida me sabía igual, todo a una salsa roja que no era ni soja ni tentsuyu ni salsa agridulce, lo que no impedía que disfrutase de la comida. Estaba bien. Fumamos dos cigarrillos de filtro carmesí y retomamos la marcha.

Empezó a llover cuando ya llevábamos cinco horas de trayecto. El agua cubría toda la carretera y se veía poco más de dos metros adelante. Ya no podía saber si el director de la publicación señalaba las vistas o el horizonte o no, pero probablemente ya no lo hiciese porque no había horizonte ni tampoco vistas. Apenas si veía al director de la publicación. Pensé en parar para mirar cuánto quedaba para llegar, pero no estaba cansado y al fin y al cabo qué queda al agotar el camino. Se puso a llover más fuerte, y la carretera quedó casi a oscuras, únicamente iluminada por las luces de los ocasionales coches que nos adelantaban. En una de las curvas nos adelantó un camión y vi su luz trasera desaparecer. Luego oí un ruido, de choque de metales. Frené de inmediato y dejé mi moto al margen de la carretera. Me puse a correr con el corazón en un puño. Noté como me palpitaban las mejillas, los brazos, todo. La sangre me calentaba las sienes e impulsaba las piernas. Me encontré al director de la Publicación, en el suelo, recogiendo la visera de su casco, que se había despegado. Cuando me vio llegar, corriendo, me dijo:

—Tranquilo, no me he hecho daño. Me he caído por culpa del camión. Dame un momento y seguimos.

¿Era esto?, me pregunté por dentro, aún acelerado. No, tal vez no, me dije, todavía latiendo, tal vez aún no. ¡La próxima, la próxima! ¡La próxima lo sería!