La épica es el género literario que más nos acerca a una experiencia del todo. En él, los vínculos entre las distintas partes aparecen robustecidos, y la trama adquiere un aspecto circular, una sensación general de la totalidad. Esta experiencia de conjunto se ha vuelto más y más difícil para nosotros. Nuestra época es la edad del fragmento, no de la cohesión. Las sociedades que habitamos son plurales y están divididas, y la globalización ha evidenciado que el mundo no tiene centro sino centros. Desde hace más de un siglo, la literatura ha reflejado esta tendencia y progresivamente ha abandonado el género épico. Lejos de crear un vacío, esta evolución ha permitido propuestas literarias muy solventes, como la sofisticación de la novela o la mezcla de géneros. Sin embargo, las condiciones actuales del planeta y la literatura parecen pedir un regreso de la épica. La escala de los problemas más urgentes del presente es global. El capitalismo neoliberal, el colapso climático, la carrera tecnológica, etc… Asimismo, la novela parece haber llegado a un impasse, y por todas partes da signos de estar exhausta. La literatura no necesita reflejar el mundo, pero tal vez sí una ‘experiencia del mundo’, es decir, qué significa estar vivo en un momento determinado. Nuestro mundo es el mundo del fragmento, pero cada vez más también del conjunto, del total; esto requiere volver a pensar la épica.

En una entrevista para un medio americano, preguntado acerca de la posibilidad de una épica contemporánea, Borges respondió: “En nuestro siglo la tradición épica ha sido salvada, de todos los sitios, por Hollywood.” En concreto, se refería a los Westerns, el género que muestra la lucha entre vaqueros y naturaleza/nativos como mito fundador de la nueva nación americana. A pesar de que la respuesta pueda parecer frívola, me parece que fue expresada de forma sincera, y que revela cuestiones interesantes acerca de Borges y del papel de la épica en nuestros días.

Actualmente, la palabra ‘épica’ ha quedado restringida a su significado corriente. Hablamos de algo épico para describir aquello que nos parece grande, importante. Cuando a una película la llamamos épica, no queremos decir que pertenece al mismo género narrativo que la Eneida o La Divina Comedia, sino que contiene profundidad, amplitud, o simplemente que es ‘brutal’, en el peor uso de la palabra.

En la entrevista, Borges refiere tanto el significado popular como el de las letras. Este segundo nos remite a una manera particular de estructurar narrativa, y por ende, la realidad. La épica, a grosso modo, es un género literario que expresa las hazañas de un héroe como símbolo de una comunidad. A partir de las acciones de dicho héroe, se da significado a la comunidad o sociedad, que se mira en el espejo de la leyenda para entenderse a sí misma. Dicho un tanto abruptamente, la Eneida crea una imagen de Roma a partir de las aventuras de Eneas y el peregrino de La Divina Comedia expresa el destino de la cristiandad con su viaje por infierno, purgatorio y paraíso. Pero, sobre todo, el mundo de la épica es un mundo coherente, sin fracturas entre el héroe y el cuerpo social al que representa o engloba. Cuando pensamos en este género pensamos en profundidad, amplitud, contundencia, porque, de algún modo, lo que la épica nos transmite es la experiencia de una totalidad.

Históricamente, la épica se contrapone a la novela: si la primera es el modo narrativo por excelencia del mundo clásico, la segunda lo es de la modernidad. La novela, aunque ya existía primitivamente en la antigüedad, alcanza su esplendor en el momento en que la cohesión entre individuo y sociedad, tan necesaria para la épica, se resquebraja. A partir del siglo XV, aproximadamente, la desintegración de las comunidades religiosas, la aparición del libre mercado y la invención del progreso, entre otros, disuelven el lugar de la sociedad como fuente de significado. En consecuencia, el individuo queda condenado a la búsqueda de ese sentido por sí solo, a menudo a espaldas de su comunidad. De ahí que la novela haga tanto énfasis en la experiencia subjetiva, mientras que en la épica los personajes nunca piensan, sino que hablan a los demás.

La modernidad es la experiencia de la fragmentación. El modernismo de principios del XX representa la culminación de esa tendencia, la rotura definitiva de los moldes clásicos y la apertura de la mente en todas direcciones. Curiosamente, en este movimiento de extrema subjetividad, varios de sus principales poetas (los testigos de la tradición épica, ahora contaminados por el ethos de la novela) se interesan por la épica; en particular por la imposibilidad de escribir una en ese momento histórico. En un mundo moderno, sacudido por guerras mundiales, profundamente interconectado, en el que culturas y tradiciones se disuelven, la idea de la comunidad delimitada y total de la épica deja de tener sentido. La tierra baldía, de T. S. Eliot, puede entenderse como un largo lamento de la pérdida de esa totalidad. El poema no sólo muestra, sino que refleja, la descomposición moderna: los versos se rompen, aparecen fragmentos absurdos, y el lenguaje mismo se parte en pedazos (el inglés cede a tiempos al alemán y al francés). Hay una imagen que resume bien este tema. En la tercera parte del poema, en un momento en el que Eliot parece describir irónicamente al propio texto, leemos: “On Margate Sands/ I can connect/ nothing with nothing.” En un mundo incoherente, fragmentado, lo único que el poeta consigue conectar es la nada con la nada.

El mismo Borges intentó escribir una épica durante los años veinte, su época de formación y apogeo del modernismo. No ha quedado nada de ese proyecto, pero se sabe que se trataba de una narración ambiciosa, que pretendía ofrecer una nueva fundación mitológica de Buenos Aires. La ciudad debía ser, a su turno, representativa del espíritu argentino (la comunidad épica), más allá de cuestiones nacionales o identitarias. El intento no prosperó, y a finales de la década Borges lo abandonó, habiendo perdido fe en la posibilidad de delimitar un “espíritu argentino” y tal vez desencantado por el prototipo del héroe en los textos épicos. Sin embargo, en sus textos posteriores, sobretodo hacia el final de su vida, Borges se referiría muchas veces a su admiración por la épica. Se notaba que le fatigaba la novela, y consideraba que la épica podía transmitir una profundidad literaria vedada al género dominante de su época.

Es llamativo que la obra de Borges ofrezca tantas oportunidades para pensar la épica y la novela a pesar de que nunca llegase a publicar obra en ninguno de los dos géneros. Es posible que el hecho de que nunca escribiese una novela no se deba tanto a que la rechazase en tanto a forma (o por pereza, como solía decir en las entrevistas), sino a que la radicalizó. Borges tomó la premisa de lo novelesco, esa fragmentación tan característica de la modernidad, y la llevó al extremo. En vez de descomponer el mundo que la novela representa, desarticuló la novela en sí, deshaciendo obras sustanciales en textos de quince o veinte páginas. En El milagro secreto, una narración de Ficciones, el protagonista piensa en escribir una obra literaria, pero en vez de escribirla la describe: le basta con el resumen. Dicho de otra manera, si sus cuentos son cuentos en tanto que forma, quizás sean novelas en cuanto a espíritu. Y, a pesar de haber fracasado en su proyecto épico, relatos como el Aleph reflejan una preocupación profunda por las cualidades de dicho género. En este cuento, un narrador rastrea un objeto, llamado Aleph, que es como el conjunto de todos los conjuntos. Se dice que en él “el espacio cósmico está ahí, sin disminución de tamaño”: su búsqueda se presta a ser interpretada como la búsqueda de la totalidad perdida. El Aleph es el símbolo que incluye a todos los otros símbolos, igual que Eneas incluye a Roma, y el peregrino Dante a la cristiandad.

Esta es la paradoja de Borges; hipermodernidad de la forma, y clasicismo en el contenido, devoción por la épica y conciencia de que esta tal vez sea imposible. Por ello es tan admirable el esfuerzo que hace por intentar pensar un género cuyos siglos han quedado atrás. En la entrevista mencionada al principio, añade, “hoy en día los hombres de letras han desatendido sus deberes para con la épica”. Es posible que se trate de un simple comentario nostálgico, pero me parece que es una observación oportuna, sobretodo para nuestros días. Hoy, quizás más que nunca, necesitamos sentir la totalidad.

Por otro lado, hay que recordar que este comentario se unía a una observación sobre los Westerns como último garante de la épica. Puede ser que estemos frente al Borges más chovinista, racista y además, poco afinado. Sabemos que el Western reinterpretaba un mito fundacional de los Estados Unidos, que veía el origen de la nación americana en la lucha del hombre blanco contra la naturaleza o los nativos americanos. En ese sentido, no podríamos hablar estrictamente de una épica, a no ser que pensemos que el hombre blanco representa la totalidad de Estados Unidos, y eso asumiendo que se pueda pensar la totalidad a partir de Estados Unidos.

Este se trata del mayor reto a la épica hoy en día. En un mundo cada vez más plural y diverso, parecería que esta esté destinada a excluir a algún grupo social, ya sea por lo nacional, lo racial, lo sexual, etc. Esto no sólo sería un error por cuestiones éticas, sino porque sería contraproducente respecto al objetivo mismo del género: ofrecer una experiencia de la totalidad. Una épica nacional como el Western será siempre una épica menor para una audiencia global y post-racial, cuyas vidas dependen de factores que van mucho mas allá del destino del estado-nación y el hombre blanco.

Sin embargo, la observación de Borges me parece oportuna porque creo que a pesar de todo el atractivo de la totalidad persiste. La misma fragmentación moderna que permite la pluralidad y la diversidad también reduce el tamaño del mundo, separándolo en pequeños submundos que se vuelven mas y más estancos a medida que nuestra modernidad avanza. Este es un problema particularmente acuciante para nuestros tiempos; cada vez más nos damos cuenta que los problemas sociales, económicos y espirituales que nos ha tocado vivir requieren ensanchar nuestro enfoque. La novela, con todas sus ventajas, ya no nos basta y esto se evidencia tanto en las características del género como en su estado actual. Avanzamos hacia el colapso climático, somos prisioneros de enfermedades globales y nos vemos minados por un neoliberalismo que no conoce fronteras; pero tenemos una literatura de miserias personales y problemas identitarios. Es cierto que la épica, la comunidad épica, puede ser excluyente; es posible que no sea posible construir una comunidad total “en abstracto”, que no refleje los valores y sesgos de un grupo social concreto. Pero eso no debería ser tanto una razón para abandonar el proyecto, como para mejorarlo.

Para concretizar esta propuesta, me gustaría dar un ejemplo de un trabajo reciente que apunta en esta dirección, entreteniendo de nuevo la tesis de que “en nuestro siglo la épica haya sido [de verdad] salvada, entre todos los sitios, por Hollywood”. La película es El árbol de la vida, rodada por un veterano Terrence Malick. De la biografía del director nos bastará saber que su padre fue geólogo, que se licenció en filosofía con una tesis sobre el concepto del mundo (la totalidad), y que antes de ser director tradujo a Heidegger, el filósofo del ser. El film salió en 2011, y a pesar de que ganó varios premios importantes, la crítica se ha mostrado ambivalente respecto a su valor. Tal vez se deba a que la película es lo que se suele llamar ‘lenta’, a que es ‘experimental’, o a que, en general, las obras importantes suelen dividir la opinión pública, y sólo pasado el tiempo alcanzan el favor unánime que les pertenece.

El largometraje muestra la vida de una familia de clase media blanca americana, habitantes de un pueblo del sur de Tejas, a lo largo de un verano de los años cincuenta. Pero ya desde el principio entendemos que no será una película al uso. A esta temática más bien convencional se le contrapone la óptica de la cámara, cuyos planos distan de ser fijos u ordenados. Emmanuel Lubezki, el director de fotografía, lleva su mirada de un objeto a otro de una forma oblicua, alternando entre tomas de lo humano y lo natural con una fluidez notable, que nos lleva a pensar en la futilidad de establecer límites entre ambos. En ocasiones, la cámara parece que se mueva más como una mosca o un perro que como un humano, cambiando súbitamente de enfoque, moviéndose arrítmicamente, como imitando los ímpetus de un animal. Subrayo estos elementos porque con ellos Malick prepara el terreno para la mitología que sostendrá su épica.

El árbol de la vida comienza con la muerte de uno de los hijos de la familia, que no se explica: lo importante no es el cómo sino el qué. El resto de film se concentra en el duelo, individual y colectivo, y en los recuerdos del muerto desde el punto de vista del resto de la familia. Al poco del fallecimiento, cuando ni los vecinos ni la iglesia han podido reconfortar a una madre que siente el mundo romperse, la película deja los años cincuenta en Tejas y, tras un breve fundido a negro, muestra un seguido de imágenes del cosmos, planetas, galaxias, el espacio vacío. Las imágenes se suceden en la pantalla, como si tratasen de encontrar algo. Junto con una música operística, se oye a la madre hablar: le pide explicaciones a Dios. Aunque inicialmente parece que sea a Este a quien busca, pronto se hace evidente que no es a Él sino a su hijo perdido en algún lugar del universo. No le basta con la cosmología cristiana; el desastre requiere algo más alto. Vemos a Saturno, a Júpiter, los antiguos dioses de los romanos. La cámara no tiene prisa y nos lleva a una constelación tras otra, en planos de una belleza sobresaliente.

Sabemos que la épica de Dante consiste en una búsqueda similar. El poeta florentino realiza su viaje hacia su amada muerta a través del universo medieval: el cosmos cristiano. En El árbol de la vida, la búsqueda se actualiza: el cielo de Dios da paso al cielo de la ciencia, el sistema mitológico de nuestra época. Cuando ya llevamos un rato navegando por el espacio, oímos a la madre hablar de nuevo: “¿Dónde estás?” Seguimos viendo imágenes, pero así como en Dante estas nos llevan hasta Beatriz, aquí no hallamos al hijo, al menos no en su forma humana. En cambio, lo que encontramos es la vida, en el sentido amplio: las escenas del cosmos conducen a una secuencia que representa el origen de la vida en la tierra. Vemos a los primeros microbios, a los animales primitivos del océano, y llegamos hasta la extinción de los dinosaurios. Es tentador sentir que esto sería lo que veríamos de encontrar el Aleph, aquel objeto en el que “el espacio cósmico está ahí, sin disminución de tamaño.”

Pensamos también en la Divina Comedia y la Eneida. Ambos poemas recrean un tiempo arcaico en el que la comunidad épica se ve reflejado, una leyenda en la que los Cristianos y los Romanos podían reconocer su pasado colectivo, y en él, su destino. Para Virgilio aquel pasado se trataba de la fundación de Roma, para Dante, el mundo de los muertos y su lugar en el orden de Dios. Nosotros, que ya no creemos en Dios ni en el imperio, necesitamos una mitología más amplia. ¿Pero cuál? En esta época en la que se renueva nuestro interés por la exploración espacial, hubiese sido muy fácil hacer una épica de ciencia ficción, una aventura de astronautas que tuviese como a comunidad épica al conjunto de la humanidad. Terrence Malick no cae en esa trampa. El protagonista de El árbol de la vida no es el chico que muere, ni la familia que le llora, ni siquiera el tema de la disyuntiva entre la gracia y la naturaleza, sino la vida, con su negativo que es la muerte.

Para Malick, nuestro linaje no se remonta a la fundación de una civilización, ni una religión, ni una especie, sino a nuestra relación con la totalidad del mundo natural que nos rodea; no en el hecho de ser romanos o cristianos, animales u humanos, sino casi en el ser en sí mismo. Podemos entender cómo esta mitología está a la altura de nuestros días. El árbol de la vida nos muestra el actual momento vital de la humanidad —la antesala de la extinción— en relación con el resto de la vida del planeta. Nos permite medirnos en relación a nuestro cosmos, y, más importante aún, nos da una experiencia estética del todo. Ya sea por la fotografía de Lubezki o por la estructura narrativa de Malick, los objetos y personajes de la película parecen estar cohesionados de una forma esencial. Los vínculos que unen a las personas con el entorno social y natural que les rodea aparecen reforzados, como si gozasen de una solidez intrínseca. Y finalmente, todos estas interrelaciones ocupan, o aspiran a cubrir, el conjunto de nuestra cosmovisión. Es en este sentido que la obra de Malick puede entenderse como una superación de la visión novelesca o moderna del mundo en pos de la tradición épica, repensada para nuestros tiempos.

Y con todo no podemos ignorar que somos modernos: nuestro mundo es global y fragmentado. La experiencia de la totalidad siempre depende de una cierta definición de la totalidad. Si El árbol de la vida puede ser una épica para nosotros es porque compartimos con ella una misma visión del mundo; para un nacionalista o un católico lo que ahí se muestra puede parecer tan ajeno como para nosotros los Westerns. Tal vez seguimos viviendo el dilema de Borges, amamos la épica al tiempo que sabemos que es imposible alcanzarla en su sentido puro. Pero, ¿no sería este un motivo pobre para no intentarlo?