¿Hasta qué punto estamos condicionados para pensar como máquinas? ¿Hasta qué punto se ha tenido que preparar el terreno para que miles y miles de periodistas escriban de la misma forma, para que toda una industria del conocimiento produzca “papers” los unos idénticos a los otros, para que artistas de cualquier parte del mundo puedan ser fácilmente sustituidos por un algoritmo diseñado en California? ¿Hasta qué punto tenemos sentimientos de autómatas, cuando el miedo a ser reemplazados como un trasto viejo es la emoción más habitual frente al desarrollo tecnológico? ¿Hasta qué punto es nuestra propia inteligencia artificial, entrenada durante siglos para ser eficiente, útil, productiva; hasta qué punto se ha tenido que hacer de la razón algo computable, razonable; hasta qué punto se han tenido que reprimir, disciplinar, programar nuestros impulsos para que deseemos trabajos automatizables, sexualidades binarias, arte producido en serie, identidades y perfiles sociales predecibles, en suma, una vida prefabricada, uniformizada, codificada?
Luego nos sorprendemos cuando encontramos un programa capaz de hacer todo aquello que nosotros hacemos, que puede escribir como nosotros, pensar como nosotros, razonar como nosotros, incluso sentir como nosotros. ¡Pero si ya estábamos escribiendo, pensando, razonando, sintiendo como máquinas! En un sentido, nosotros fuimos los primeros, le ganamos a la tecnología… Nos indigna descubrir que hay un programa que puede redactar trabajos universitarios, pero ¿acaso no habíamos convertido a los estudiantes en autómatas mucho antes de que existiese la inteligencia artificial? Hay mucha afectación en esa indignación: todos sabíamos que los alumnos llevaban años escribiendo ensayos en serie, trabajando repetitivamente, bajo las mismas órdenes, siguiendo las mismas instrucciones de ser creativos. Y ahora los profesores esperan que no usen el programa, que no copien y que no automaticen, pero ¿a quién pertenece la máquina sino a ellos, a los que han estado preparando el terreno, nivelando la tierra sin descanso, a los que llevan años copiando, automatizando?
Pensamos que las máquinas son creativas porque pueden hacer arte, porque reproducen nuestros escritos, nuestras canciones, nuestras imágenes. ¿Pero hace cuánto que nuestro arte ya no es creativo? ¿Hace cuánto que reproducimos, copiamos, simulamos los movimientos del pasado, que repetimos las técnicas y los procedimientos de antaño, cruzando los dedos para que ninguno de los antiguos se levante hoy entre los vivos? ¿Hace cuánto que engañamos al público con el efecto de la novedad, cuánto desde que, sin que nadie se diese cuenta, sustituimos el crear por innovar? ¿Hace cuánto que llamamos a este burdo montaje creatividad?
En cuanto a la posibilidad de automatizar el trabajo, sólo cabe asumir que la sorpresa que ahora muestra todo el mundo no es más que una forma de pudor, una estrategia para disimular la incómoda verdad: que ya hace años que se trabaja como las máquinas, que hace tiempo que los trabajadores se han convertido en engranajes, y sí, también los trabajadores intelectuales, los famosos cuellos blancos, también ellos son automatizables —¿acaso no es la inteligencia la que juega mejor a ser máquina, la más máquina de nuestras facultades? ¿Acaso no decimos maquinar para referirnos al estado de una inteligencia despojada de todo el resto? El escándalo de un mundo en el que sólo trabajan las máquinas es meramente una forma de ocultar un escándalo mucho mayor: un mundo en el que los seres humanos trabajan como máquinas, y por tanto piensan como máquinas…
Sólo más tarde nos reprochamos ese perder contra la máquina, ese permitir que sea mejor en lo que hacemos, que escriba mejor, piense mejor, cree mejor, trabaje mejor. ¿Cómo no iba a ser mejor que nosotros, si juega en casa? No sólo en casa, juega a su juego, con sus normas, casi habría que decir: con su afición. Pero nos quedará la satisfacción de también en esto haber sido los primeros. Nosotros inventamos el juego, jugamos durante siglos, aún torpe y penosamente, cuando todavía no habían reglas, cuando cualquiera podía jugar, antes de que se inventasen las dietas, los ejercicios en el gimnasio, los tratamientos de fisioterapia, es decir, antes de que se profesionalizase, disciplinase, antes de que se hiciera del juego una ciencia. Solo entonces ha podido jugar la máquina, únicamente en cuanto nos hemos adaptado a sus normas, a su estilo, a su talento. Para que las máquinas pudiesen ser humanas, fue necesario hacernos máquinas primero. Fuimos capaces de ello —he ahí nuestra victoria.
Pero todo esto es relativamente poco importante. Al fin y al cabo es sólo un juego, ¿a quién le preocupa qué equipo gane, mientras se sigan las normas, mientras se pueda seguir jugando? En el fondo a ninguno de los que cuentan le importa si las máquinas pueden sustituirnos como estudiantes, como artistas o como trabajadores. Cómo les iba a importar si es la mejor manera de librarse de los problemas, del estorbo de la humanidad: las personas tienen enfermedades, hacen protestas, huelgas, manifestaciones, tienen opiniones, necesitan vivir, divertirse, alimentarse. Cómo les iba a importar si la sustitución de verdad ya ha sucedido. Lo único que cuenta realmente es quien está al mando; la auténtica disputa es por el poder y por eso en cuanto un programa aparenta tomar decisiones morales todo el mundo se echa las manos a la cabeza. Pero también aquí es dudoso que seamos tan humanos como nos gustaría. A uno que trabaja como una máquina, piensa como una máquina, siente como una máquina, ¿se le puede exigir gobernar como un humano? Quizás sólo quepa preguntar, a la antigua: ¿Cómo se para el tren del progreso? O mejor aún, ¿dónde está la palanca de freno? Pero ya no hay, ahora el sistema es automático…