Quien más quien menos habrá visto u oído alabanzas del tipo “es la obra más personal de este autor”, o “es su libro más íntimo”, como si el hecho de que una novela o una película sea personal o íntima fuese intrínsecamente positivo. El reclamo de lo personal se emplea cada vez con mayor frecuencia y con la misma autoridad que el “basado en hechos reales”, que recientemente ha saltado del cine a la novela. Ambas posturas asumen que una obra de ficción nos debe interesar más porque ha pasado “de verdad”, porque le ha sucedido a alguien que ha vivido entre nosotros y no a un personaje de fantasía como Don Quijote. Lo que se olvida, sin embargo, es que Don Quijote también ha vivido entre nosotros, y para algunos lectores lo ha hecho de una forma mucho más real que muchos de los que dicen estar vivos. Pero Don Quijote apenas se lee ya, igual que cada vez se leen menos las llamadas novelas tradicionales; ahora preferimos saber cosas acerca de quienes las escribieron, sus deficiencias morales, sus gustos, si eran amables o unos tiranos; preferimos unas memorias a una historia inventada, y, a poder ser, un ensayo a una novela, porque al fin y al cabo, la realidad, lo que se puede tocar y sentir, lo que ha sucedido es lo que cuenta… ¿o no?  

Es posible que aquí estén algunas claves para entender el porqué de la obsesión contemporánea con las experiencias personales, así como el cortocircuito de la imaginación tan evidente en el arte como en el estado de la política actual. Al mismo tiempo que asistimos a una gobernanza mundial basada en el realismo fatídico, el narcisismo, el nacionalismo y sus derivados, en la industria cultural, tan tradicionalmente propensa a la invención y la insensatez, prosperan hoy los géneros realistas y personales, desde los reality TV al estilo Kardashian, hasta la literatura y la filosofía autobiográfica, pasando por los perfiles en las redes sociales, el cine, o la música contemporánea.

En Occidente se ha escrito narrativa autobiográfica como mínimo desde Agustín de Hipona, pero en los últimos años la explosión de novelas que tratan, de forma más o menos directa, acerca de la vida quienes las escriben ha sido apabullante. A día de hoy, la autoficción es ya probablemente el género más prominente en cualquier colección de literatura contemporánea, y con ella sus sucedáneos; las memorias, la literatura de viajes, el life-writing, o la autoteoría. En el siglo XXI hemos descubierto que todos somos especiales, que cada persona es única e irrepetible, que cada caso es digno de atención, y que, por tanto, no hacen falta héroes a caballo, ni príncipes angustiados por la duda, ni burguesas atenazadas por un matrimonio sin pasión, pues, si cada individuo es un universo, ¿para qué molestarse en crear ficciones suplementarias, sabiendo que ya disponemos de todo el material necesario en la historia de nuestras vidas? 

Igual que los usuarios de Instagram o los protagonistas de un Reality Show, los escritores de autoficción se exhiben a sí mismos ante su audiencia, con la diferencia de que el envoltorio es mucho más sofisticado, y un poco más tramposo. Si en los realities o en las redes sociales se trata de mostrar lo que uno ha hecho, en la literatura el lema del momento parece ser “escribe sobre lo que has vivido” (que es una variación del ya limitante “escribe acerca de lo que conoces”) y en el que “vivido” consiste habitualmente de una interpretación muy limitada de la vida: no se trata de lo soñado, imaginado o leído, sino únicamente de lo ocurrido de forma empírica, que no deja de ser la forma más provinciana de la experiencia. Con todo, esto podría no ser negativo, pues la riqueza de géneros es siempre bienvenida, pero las similitudes de la autoficción y sus derivados con la autopromoción que vemos constantemente en la televisión y las redes sociales lleva a uno a sospechar si estos escritores y filósofos no estarán más cerca de las Kardashian que de Cervantes. 

Por ejemplo, Annie Ernaux, la escritora que este año ganó el Nobel con motivo de su obra memorialística, justificó su literatura autobiográfica alegando que ella era una “arqueóloga del yo”, y que se había dedicado “a explorar como la vida privada también es pública”. Dejando de lado la retórica enrarecida de la autora, para ser precisos deberíamos leer “arqueóloga de mi yo”, y “explorar como mi vida privada también es pública”, pues las primeras afirmaciones puede cumplirse perfectamente con una novela clásica con personajes autónomos y un narrador omnisciente. Algunos, ante críticos que tachaban a su literatura de egocéntrica, han salido en defensa de Ernaux diciendo que, al contrario de otros autores que practican el mismo género, la nueva Nobel no se vanagloria de sus actos, sino que es clínica, incluso crítica consigo misma. Muy bien; ¿pero tan seguros estamos de que hay menos vanidad en la autocrítica que en el elogio? 

Otro ejemplo puede verse en la consolidación de la llamada “autoteoría”, un género filosófico en el que los autores construyen teoría ética y estética a partir de sus experiencias personales, y que en gran parte ha sido puesta en práctica por pensadores queer como Paul Preciado y Maggie Nelson. El empleo de la autobiografía sorprende más aquí que en la autoficción convencional, pues parece casi contradictorio que quien se esfuerza en liberar a la filosofía de los grilletes de la identidad recurra rutinariamente a la ventilación de su propia vida. No es que no hayan motivos: estos autores reivindican el valor del testimonio y del “yo” como archivo de sus luchas contra la heteronormatividad o el sistema binario de género, pero, igual que en el caso de Annie Ernaux, es lícito preguntarse si de verdad creen que estos objetivos no podrían lograrse sin tener que volver una y otra vez a la propia biografía y sus miserias; es lícito preguntarse si sus razones para hablar de sí mismos no serán excusas inteligentes y sofisticadas para justificar una mera falta de imaginación o un impulso narcisista de lo más común. 

¿Se puede hacer una gran obra a pesar de los corsés que impone la autobiografía? No es imposible, pues ahí está Proust, pero cuando uno se pregunta acerca del porqué de esta pobreza autoimpuesta en la literatura y filosofía contemporáneas, a veces es difícil ver en ella otros motivos que una incapacidad creativa o una vanidad generalizada. 

Últimamente está de moda decir que la realidad de nuestro presente es más esperpéntica que cualquier novela; que la tecnología, las guerras y el descalabro de la política superan a toda ficción, pero el experimento mental más sencillo nos demostrará que eso es falso: si queremos podemos inventarnos cosas muchísimo más extrañas que cualquiera de las que que pasan a diario, y mucho peores también. Sin tener que hacer ningún esfuerzo, uno puede imaginarse a líderes globales dando conferencias en ropa interior, a los empresarios más poderosos del mundo hablando del revés o haciendo el pino, o al presidente de Estados Unidos durmiéndose encima del botón rojo de su despacho, empezando el holocausto nuclear por culpa de una siesta… Pero a pesar de que la evidencia demuestra que nuestras vidas personales y el mundo real son muchísimo más insípidos que las vueltas de la imaginación, cada vez se impone más la visión de la realidad como algo más interesante que la ficción; es posible que esta incapacidad para ver más allá del provincialismo de la experiencia se deba a que la mayoría de la gente cree actualmente que vive en la realidad, y que las obras de ficción no son más que fantasías de la mente, cuando lo más probable es que lo opuesto sea verdad, es decir: que vivimos en fantasías de la mente, y que las obras de ficción son a menudo la realidad más sólida de la que disponemos.