Una frase que suele oírse después que alguien mencione a Sally Rooney, la actual sensación de las letras inglesas, es: “Ah, ¿la escritora marxista?”. Sin embargo, dependiendo de quién haga el comentario, la pregunta, a menudo retórica, puede tener una intención paródica, admirativa, o simplemente descriptiva. Puede tratarse de un comentario ácido sobre un supuesto compromiso que en nada se materializa; puede ser una demostración sincera de respeto hacia una literatura que aspira a llegar al gran público sin renunciar al rigor ideológico, o tal vez una manifestación de verdadera curiosidad, porque, al fin y al cabo, es extraño que una marxista declarada encabece la lista de ventas de ficción.
Aunque, por otro lado, no debería ser una sorpresa. La literatura anglosajona está experimentando un proceso de politización desde 2008. Dicha politización responde, entre otras causas, a la crisis del modelo neoliberal, la inminencia del colapso climático, la irrupción de los populismos post 2016, la acaparación del discurso por las guerras culturales o la fortaleza de lo que cierta derecha estridente denomina como “marxismo cultural” (que consiste simplemente en subrayar que existe un vínculo entre las obras de arte y las condiciones históricas y sociales en las que son producidas e interpretadas; aquí deberíamos recordar que el nazismo de la república de Weimar hablaba de “bolchevismo cultural.”). Ya sea en la ficción histórica, en la autoficción o en la literatura romántica de Rooney, el compromiso político se ha convertido en un ítem tan habitual de la novela contemporánea que hasta lectores poco iniciados y no precisamente radicales lo aceptan e incluso buscan. En este sentido, la literatura tan solo refleja lo que ha venido sucediendo en tantas otras esferas sociales y culturales en esta última década, que ha vivido una sublimación del compromiso político no visto desde hace más de medio siglo.
Pero tal vez haya razones internas a la lógica propia de la literatura, que, igual que las sociedades, tiene sus propias dinámicas dialécticas de progreso y recesión. De existir, estas deberían buscarse en el agotamiento de los modelos de vanguardia y de escritura experimental. Después de años en que la ficción se concentraba en los juegos de realidades, o en la profundización de la relación entre palabra y mundo, al estilo de Thomas Pynchon o Angela Carter, este tipo de experimentación llegó a un impasse. Creo que en parte se debe a que la experimentación adquirió durante los años fuertes de la posmodernidad un carácter tan totémico que llevó a muchos autores a considerarla intrínsecamente revolucionaria y emancipatoria. Es decir, más allá de ser un método para renovar las posibilidades del lenguaje de acuerdo a las necesidades de una época, fue considerada un bien en sí misma.
Con un poco de distancia se ha entendido que, por sí sola, la experimentación no tiene por qué ser ni revolucionaria ni emancipatoria. Es más, se puede argumentar que a partir de un cierto momento la experimentación pasó a ser el mainstream: tras un largo período de excesos con juegos formales es posible y acaso legítimo llegar a la conclusión de que no hay nada menos vanguardista que la vanguardia.
Esta actitud, ya adoptada en su momento por autores como Philip Roth o Jonathan Franzen, goza de buena salud en las letras ‘anglo’ contemporáneas (con algunas brillantes excepciones). Habiendo llegado al impasse de la experimentación posmoderna, e incitados por un contexto de fuerte tensión social, muchos autores han optado por tirar por el camino de la exploración política, en sus múltiples dimensiones. Merece resaltar que, si bien los escritores de esta tradición rechazan en general la experimentación formal, se adhieren sin embargo a la tesis posmoderna de que todo discurso está regido por relaciones de poder, lo que los lleva a extender la esfera de lo político a elementos previamente considerados al margen de la esfera pública. Es importante notar cómo este tipo de ficción contemporánea no se constituye tanto en contra a la posmodernidad, sino que asume algunos de sus elementos al tiempo que rechaza otros.
Un caso paradigmático es la narrativa de Sally Rooney. Su prosa podría clasificarse en el género de drama romántico, una especie de mutación de la novela matrimonial del siglo XIX. En este sentido, Rooney es casi estrictamente clásica; su propuesta formal se aproxima mucho más a Tolstoi o a Henry James que a autores de finales del siglo XX. Sus dos primeras novelas, Conversaciones entre amigos y Gente normal, tratan de las dinámicas personales de grupos de amigos y/o amantes en unas narraciones que tienen una progresión lineal, con una trama tradicional y bien definida, y con personajes retratados a la manera decimonónica. Sin embargo, Rooney, que se define a sí misma como marxista, carga a sus novelas de introspecciones sobre las relaciones de poder entre los distintos personajes (tanto que a veces más que relaciones interpersonales parecen cálculos militares). Por ejemplo, Gente normal se desarrolla alrededor de la relación entre Connell y Marianne, construyendo una especie de álgebra del amor. Connell es un hombre y es popular en el instituto: goza de capital patriarcal y social; Marianne es una marginada y mujer, pero, sin embargo, es rica y acapara estatus intelectual; ella tiene un hermano abusivo, él, un padre ausente, pero una madre perfecta. A medida que evoluciona su tortuosa relación, las dinámicas de poder van cambiando, de modo que nunca queda clara cuál es la dialéctica amo/esclavo, o si es adecuado analizarlo así.
Creo que Rooney personifica bien las posibilidades y las limitaciones de la ficción política contemporánea. Por un lado, sus novelas permiten una exposición de las paradojas de la vida moderna que ningún tratado de sociología podría ofrecer. Encajan bien en el modelo del escritor comprometido expuesto por Sartre a principios de los años 50. La propuesta de Sartre, nunca tan dogmática como se suele recordar, consistía no en usar la literatura como instrumento de propaganda o para hacer pedagogía (a lo Brecht), sino para establecer un marco discursivo en el que el lector pudiese despertar su sentimiento político y de responsabilidad social. Los escritos de Rooney están comprometidos con su momento, sobre todo con su generación (Sartre nunca habla de estar comprometido con un partido o una causa), y refrescan la relación con lo político sin caer en la propaganda o el paternalismo. Sus textos operan en el terreno de la paradoja y la contradicción. Como ha señalado un crítico, muchos de sus personajes son izquierdistas más o menos radicales que viven como liberales complacientes. En su último libro, Dónde estás, mundo bello, que puede leerse en clave autoficcional, una escritora millonaria le envía emails a una amiga sobre el conservadurismo moderno, la amiga, que trabaja en una revista literaria con un sueldo precario, le responde con largas diatribas sobre las políticas de identidad; ambas terminan sus correos hablando de sus respectivas relaciones.
Por otro lado, hay algo en Rooney que siempre me deja algo insatisfecho. En general, sus novelas me parecen bastante soft; una mezcla entre novela de ideas soft y novela erótica soft. Los debates ideológicos carecen de verdadera altura intelectual, y los personajes a veces son meras funciones de sus opiniones. Cuando disecciona relaciones de poder es efectiva, pero también mecanicista, y a pesar de que pueda coincidir con muchos aspectos de sus argumentos críticos, sus novelas se me hacen evidentes; es como si de alguna forma ya las conociese.
Theodor Adorno tiene un escrito que sirve para entender esa cierta insatisfacción con la obra de Rooney y con su tradición literaria en general. El texto, que se llama Compromiso, fue compuesto en 1962, una década más tarde de las intervenciones de Sartre sobre el mismo tema y representa la culminación de una serie de debates que Adorno y Walter Benjamin tuvieron acerca del arte político y el arte autónomo. La conclusión a la que llega Adorno es algo así como que el arte es siempre político pero no tiene por qué ser política. Es decir, que toda literatura, incluso la que no refiere explícitamente a asuntos esencialmente políticos es política, porque se produce y consume no en abstracto, sino de acuerdo a unas condiciones materiales determinadas. A pesar de que Adorno comparte el mismo espíritu de Sartre, la creencia de que la literatura debería servir para revitalizar el vínculo del lector con lo político, está en desacuerdo respecto a la cuestión del método. Para el alemán la literatura ya es política en sí, no hace falta hacer maniobras suplementarias para evidenciar esa relación. Por eso Adorno defiende las obras de Kafka y Beckett, que, a pesar de no ser explícitamente políticas, representan perfectamente la alienación personal, la impotencia y el absurdo de la condición moderna, en libros junto a los que “obras oficialmente comprometidas parecen pantomimas”. La esencia del argumento de Adorno se recoge en la paradoja de que escritos que pertenecen al arte autónomo sean los de mayor impacto político, en que estos dos escritores logren “despertar el miedo del que los existencialistas simplemente parlotean”.
Otra cosa que Kafka y Beckett tienen en común es que ambos fueron autores extremadamente innovadores en cuanto al tratamiento del lenguaje y la estructura de sus narraciones. Uno de los problemas de parte de la actual literatura política es su desconexión entre forma y contenido (el tradicionalismo formal explica sin duda parte de la falta de entusiasmo que Rooney provoca). No se puede pretender hacer una novela que renueve nuestra relación con el mundo en el que vivimos replicando modelos narrativos del siglo XIX. Si bien entiendo cierta pérdida de paciencia con la experimentación per se, hacer literatura dando por descontada la cuestión técnica y formal es un error. Aunque no se puede argumentar que la vanguardia o la innovación literaria sea intrínsecamente de izquierdas, una conciencia formal progresista pasa primero por reconocer que no existe una narración “natural,” o sea, que los modelos de la época dorada de la novela no son más normales o gozan de una relación con lo real más directa que cualquier otro formato. La literatura no se hace con ideas, se hace con el lenguaje, algo que vale la pena recordar cada vez que la época o una corriente lleva a la tentación de valorar el contenido al margen de la forma.